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México D.F. Miércoles 8 de septiembre de 2004

Arnoldo Kraus

Muertes inútiles

Poco a poco empezamos a acostumbrarnos a las muertes inútiles. A las muertes que carecen de sentido y cuya posible lógica evade cualquier intento de explicación. Hablar de muertes inútiles implica que existen otras que pueden aceptarse, entenderse o discutirse. Morir por enfermedad o vejez es comprensible. Morir como parte de un conflicto armado carece de sentido y es absurdo, aunque esa realidad sea al menos parcialmente aceptada por algunos sectores de la población bajo el pretexto de que las guerras se dan para preservar los valores o la ideología de una nación. Por supuesto, otros miembros de la misma sociedad negarán el valor o, válgase la terrible expresión, "la utilidad" de esas muertes, a pesar de que la patria haya sido la razón del deceso.

Fenecer a consecuencia de un accidente es incomprensible; morir tras un asalto es execrable; perder la vida por el olvido de la sociedad -el término homeless es intraducible- es inadmisible; morir por pertenecer a minorías o por ser refugiado denota la crisis de la sociedad contemporánea; morir sin morir, como sucede con los y las desaparecidos, traduce la impotencia de la razón y la omnipresencia del poder ciego. Por último, fenecer "poco a poco", como suele suceder en los "ser sin" -sin papeles, sin tierra, sin techo- es signo de la descomposición social y de la polarización de los grupos que tienen o no recursos económicos y poder.

El esquema previo es arbitrario y no agota todas las posibilidades de las muertes "injustas". Habría que hablar de los guerrilleros, de los soldados que no saben porque son soldados, de los que abandonan sus países en busca de trabajo y mueren en los desiertos o en los mares o de quienes transportan drogas de un país a otro. Esas muertes pueden calificarse de incomprensibles. Sin embargo, en la mayoría de los casos, las personas decidieron, motu proprio, sea por motivos morales o económicos, continuar el camino que eligieron, a pesar de que sabían que su acción implicaba riesgos. Muchas de esas muertes pueden calificarse injustas y fútiles.

Aplico el término muertes inútiles para referirme a quienes fallecen asesinados en las calles de sus ciudades, en sus escuelas, en sus trabajos u otras latitudes sin siquiera enterarse de su propia muerte. Hablo de muertes inútiles cuando se pierde la vida por "ser otro" o, siguiendo la magistral expresión de Miguel de Unamuno, cuando las luchas absurdas por parte de "los hunos y los hotros" siembran desolación.

En los últimos años, y cada vez con mayor frecuencia, las noticias informan de esas muertes inútiles. Las fotografías que acompañan a las letras son cruel testimonio del peso de esos actos, donde la saña y el odio dan pie a un concepto distinto del acto de matar, del discurso vigente acerca de las muertes sinsentido. Esas muertes inútiles son brutalmente fútiles: sus propósitos y motivaciones no favorecen a nadie ni fortalecen la imagen en el mundo de los ejecutores amén de que: polarizan y agrandan las distancias.

Los testimonios mudos de los cadáveres expuestos en las fotografías que ahora inundan los periódicos son legado de esa inutilidad. La mayoría eran seres casi anónimos hasta el momento de su ejecución. Matar al anónimo es matar a la humanidad.

Son fiel testimonio de esas muertes inútiles los cuerpos muertos, amarrados, decapitados, cercenados, mutilados y quemados. Son muestra del poder de la sinrazón las escenas y las palabras previas a los asesinatos, las filmaciones de los homicidios y el júbilo por haber matado. Finalmente, los rostros de los deudos surcados por el dolor, las declaraciones inútiles y con frecuencia estúpidas de los líderes políticos o espirituales, así como las reacciones de odio de la población exponen los desencuentros de la sociedad.

La espiral de la muerte que ahora nos rodea se reproduce como los cánceres más agresivos. No sé si alguien se haya dedicado a contabilizar ese tipo de actos, pero es muy difícil que pase un día sin que los periódicos anuncien nuevos linchamientos. Lo terrible ya ni siquiera es la muerte o las indigeribles imágenes que muestran el acto, con lo cual no quiero decir que "nos hemos acostumbrado" a esa realidad. Lo terrible, lo inasible, o lo inhumano para hablar de lo humano, es el despecho de los asesinos y su convicción de la bondad, la justicia y la utilidad de sus actos.

Es abismal la distancia que existe entre ejecutores y testigos. Ni para unos, ni para otros, nunca será suficiente el mensaje del cuerpo inocente muerto, del cuerpo decapitado, del cuerpo del "otro". La polarización se respira en cada esquina, y lo que parece ser incuestionable, es que es muy poco probable, que quienes hablan desde la trinchera de la razón, cuenten, algún día, con las palabras suficientes para modificar el curso de este tipo de muertes inútiles.

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