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México D.F. Domingo 5 de septiembre de 2004

Bárbara Jacobs

Los papeles de Pickwick

Aun cuando sea una planicie decirlo, qué cierto es el principio de que libro que aguanta la relectura, libro que se perfila para clásico. La primera vez que leí Los papeles de Pickwick, de Dickens, fue hace más de veinte años, y ahora que releo la novela reconozco lo que propongo como máxima al inicio de estas líneas. Según los subrayados que hice en el pasado, veo que advertí mucho de lo destacable, pero lo que me llevó a la relectura es más interesante aún.

Pessoa, a quien leí hace unos días, cita a Pickwick nada menos que a lo largo del Libro del desasosiego, cosa que me hace reflexionar si cuando lo leyó entendió lo divertido que es, y si lo hizo, Ƒpor qué no le sirvió para nada? Quiero decir que esta obra de Dickens no deja inmune al que la recorre. Por mi parte recuerdo más de una conversación que escuché entre Cortázar y Monterroso en la que reían encantados al citarse las ocurrencias que Dickens puso en su libro, la cantidad de personajes delineados magistralmente por la mano de un autor que contaba apenas con 24 años al crearlos; los diferentes lenguajes que utilizan y que los caracterizan; el conocimiento del mundo y de la vida; las lecturas que se deja ver que el autor hacía. En una palabra, el amor desmedido por la literatura y por una de sus principales metas que es la de divertir y entretener al lector; otra, la de mantenerlo "picado", deseoso de seguir la lectura, curioso de averiguar qué sucede después, y esto sin olvidar que la extensión del texto es casi de mil páginas.

Monterroso veía en la vida lo bien que Tal o Cual persona real representaba a determinado personaje de Los papeles, y no dejaba de señalarme éstos como una obra maestra. Según la edición de Penguin me entero de que el poeta y ensayista Auden le dedicó un ensayo, y no me extrañaría de que todo gran escritor, lo hizo Chesterton, le hubiera dedicado por lo menos una línea, una referencia al pasar.

Quiero, al enaltecer estos Papeles, dejar clara la idea de que no hay que leer sino lo esencial, que, por otra parte, aunque no nos alcance la vida para practicarla, no se refiere a muchas obras, relativamente hablando, las que merecen semejante calificativo.

No son muchos libros, digo, pero son tantos que, oh paradoja, hay que seleccionarlos y leerlos, sin ignorar que, más tarde o más temprano, los habrás de releer. šCuánto más no saqué yo misma de este primera relectura de lo que hice cuando leí Los papeles de Pickwick por primera vez! šCuánto más no gocé y aprendí!

Dentro de la contratapa anoté, esos 20 años atrás, un breve diccionario propio, el significado en español de una docena de palabras o términos en inglés, cosa que me indica que de joven ya quería aprender y no olvidar, y sólo puedo lamentarme de que lo hubiera hecho a lápiz, pues el paso del tiempo ha reducido la claridad o incluso ha borrado mis dudas y sus respuestas, por suerte no en su totalidad.

La sensación de riqueza que experimenté al acabar la relectura es tan grande que, si otros libros esenciales no me estuvieran esperando, volvería de inmediato a reempezar de una vez Los papeles de Pickwick. Era y es uno de los dos o tres libros de Dickens que he leído, pero afortunadamente entre ellos no está David Copperfield, que ahora será lectura virgen para mí, la más autobiográfica obra de Dickens, en especial de su infancia, que no se puede decir que hubiera sido feliz, como tampoco podría decirse que careció de enseñanzas tan valiosas para este autor que, a lo largo de su vida, no echara mano de ellas a gusto.

Los papeles de Pickwick son una enseñanza tanto de la ingenuidad como de la ironía y la sátira; son una prueba de cómo transformar la vida propia (o fragmentos de ella) en literatura, en arte; son una lección tras otra del arte y el oficio de escribir.

No hay que olvidar que en el caso de Pickwick el libro fue escrito por entregas, lo cual habla de una mente clara del autor que se presta a semejante faena, y de una energía poco usual. Es conocida la anécdota de cómo se aglutinaba la gente en los puertos para recibir y leer cada nueva entrega, situación que unió al Reino ya de por sí Unido, y que de repetir la forma crearía colonias de lectores. Si a una editorial se le ocurriera publicar en fascículos, uno por semana, digamos, Don Quijote, ésta sería una novela más leída de lo que lo es sin aquella artimaña tan apremiante como eficaz.

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