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Obituario   - NUEVO -

P O L I T I C A
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México D.F. Lunes 26 de julio de 2004

Fernando del Paso

No nos equivoquemos: el escándalo es Julio Frenk

En días pasados el politólogo Sergio Aguayo dijo que, a propósito del escándalo de Provida y el presupuesto de 30 millones asignado a esta sociedad, el secretario de Salud, Julio Frenk, le había dicho en una conversación privada que el Estado no podía negarse a contribuir con grupos que pensaran distinto a lo que piensa el Estado. Palabras más, palabras menos, estas fueron las declaraciones que hizo Aguayo en el programa Primer plano, del Canal 11, para lo cual, supongo, contó con la autorización de Frenk. Si estoy equivocado, le ruego a Aguayo que me corrija.

En los años 50 del siglo pasado L. Ron Hubbard fundó en Estados Unidos un movimiento religioso-científico llamado Church of Scientology -traducido al español como cienciología-, basado en una forma de sicoterapia inventada por él, la dianética, destinada a la cura de enfermedades. De esa nación, la cienciología se extendió a otros países como Gran Bretaña. Sus adeptos dicen ser millones, pero se calcula que son sólo decenas de miles.

Sean miles o millones, nadie le niega a los correligionarios de esta secta -o nueva religión del siglo XX, como la llamó su fundador- la libertad de creer en la dianética como panacea. El problema es que los cienciólogos rechazan el conocimiento científico y médico tradicional, y por lo mismo se niegan a aceptar, cuando están enfermos, medicamentos y cirugía que necesitarían para curarse. Creo que esta libertad también debería respetarse, pero sólo en el caso de adultos que voluntariamente adopten esta actitud, siempre y cuando no se trate de enfermedades contagiosas. Lo que no puede tolerarse es que estas convicciones religiosas las apliquen a sus hijos menores de edad. Es decir, que se nieguen a que a sus hijos les suministren, por ejemplo, los antibióticos requeridos para aliviarlos de una tifoidea o de una tuberculosis, las vacunas contra la poliomielitis, la hepatitis o el tétanos, o la cirugía y la radioterapia en el caso de tumores malignos. A causa de esto innumerables criaturas murieron, por lo que va mucho más allá de negligencia criminal. Hace algunos años se desató el escándalo y el gobierno estadunidense -que supongo contribuye con asociaciones que sí piensan como el Estado- demostró que no estaba dispuesto a ayudar -ni siquiera a tolerar- a ningún grupo que no pensara como él en una cuestión cuya enorme importancia no escapa a nadie: la salvaguarda de la vida humana y, en especial, de la vida de criaturas inocentes. Se consignó, juzgó y envió a la cárcel a varios padres de familia acusados de haber dejado morir a sus hijos al oponerse a su curación. Al menos así lo consideraron las leyes de esa nación, país que una vez más demostró que de vez en cuando actúa como nación civilizada. Con más frecuencia que el nuestro.

Hubbard construyó un imperio comercial gracias a la exención de impuestos que la ley de ese país da a organizaciones religiosas. Y a partir de los años 60 su Iglesia y varios de sus líderes fueron perseguidos tanto por el gobierno como por particulares, acusados de diversos fraudes, malversación de fondos y robo de documentos oficiales. En esto la iglesia de la cienciología y Provida se parecen. Pero comparten ese parecido con cientos de sectores del gobierno mexicano y cientos de empresas y asociaciones privadas de México y de todo el mundo caracterizadas por corruptelas, desfalcos y el empleo de jugosas porciones de su presupuesto en actividades distintas a las que afirman dedicarse. Pero este parecido es accidental. Existe otro que es esencial.

Los métodos anticonceptivos han existido siempre. Sorano de Efeso se encargó, en el siglo II de nuestra era, de describir varios de ellos, usuales en su época. Y se dice que en el siglo XVII un médico de nombre Condom inventó el artificio que lleva su nombre para el uso de Carlos II de Inglaterra, con el doble propósito de evitar los males venéreos y la preñez de sus numerosas amantes. Pero fue la invención de la píldora, en los años 50 del siglo pasado, la que no sólo revolucionó y perfeccionó los métodos anticonceptivos, sino que logró algo mucho más importante: una enorme contribución, fundamental y definitiva, a la liberación de la mujer. Antes, a la mujer le estaba negado gozar del placer sexual -inventado por Dios, no por el diablo- antes del matrimonio -y después también. El hombre no tenía problema. Para eso ha habido siempre prostitutas y humildes sirvientas a cuyas expensas, y con la connivencia de sus padres, los jóvenes podían iniciarse en los misterios y éxtasis del coito. Que después las muchachas de servicio se consideraran a sí mismas -y fueran juzgadas por sus familiares- como piltrafas, eso no tenía importancia. El cambio está lejos de haber sido radical, pero es mucho lo que se ha logrado. Es un hecho que, gracias a la píldora y sus derivados, en las sociedades occidentales contemporáneas millones de jóvenes -hombres y mujeres, mexicanos y mexicanas- ejercen o no el derecho natural de tener relaciones sexuales premaritales con una o diversas parejas consecutivas, sin remordimientos y en pleno uso de su conciencia y sentidos. El Papa, la Iglesia y Provida pueden seguir gastando saliva predicando la abstinencia. Están ciegos o quieren estarlo ante un fenómeno que se ha vuelto mundial y que nadie, ni con las mejores o peores intenciones, puede detener.

Entre los deberes de la autoridad sanitaria en nuestro país está el de facilitar, a aquellos habitantes que así lo deseen, el control del crecimiento familiar. La Secretaría de Salud ha cumplido este cometido, pero tiene un deber muchísimo más importante: prevenir las enfermedades. La secretaría, encabezada por Julio Frenk, ha cumplido con creces esta tarea, entre otras cosas con el desarrollo de muy amplias e intensas campañas nacionales de vacunación, cuya eficacia ha sido innegable.

Hasta ahí, todo bien. Olvidémonos por ahora del aborto y de los anticonceptivos. Todo ciudadano tiene el derecho de proclamarse en contra de ellos y en favor de la abstinencia, de la misma manera que todo ciudadano -en particular toda ciudadana- tiene el derecho de proclamarse en su favor y en pro de la libertad sexual. Pero el sida es otra cosa. La información que hoy tenemos sobre ese mal es aterradora, y en este artículo no es necesario proporcionar cifras. Es la mayor plaga de nuestra época, que se multiplica en proporciones geométricas. Y ante el hecho irrefutable del ejercicio libre de la sexualidad por parte de los jóvenes, prohibir el uso del condón, como lo hacen la Iglesia, Provida y asociaciones similares -que no quieren reconocer este hecho, que se vendan ellas mismas los ojos-, es un crimen. No un presunto crimen, sino un crimen. El uso del condón no es un método ciento por ciento efectivo en la prevención del sida, pero es lo mejor que se conoce.

En esto se parece Provida a la cienciología. A la asociación del señor Serrano Limón, que tanto le preocupa la vida por sagrada, parece tenerle sin cuidado -y con su siniestra actitud la alienta- la propagación de una enfermedad que toma millones de vidas igualmente sagradas. Vidas ya en parte vividas. A veces en una muy pequeña parte, pero vividas. No vidas en gestación, no vidas en fase embrionaria y menos aún aquellas "vidas" que existen sólo en teoría o en posibilidad -en el cielo o en la imaginación de los providenses-, como ángeles o almas que esperan encarnar algún día en un óvulo fecundado. No, se trata de vidas de hombres y mujeres hechos y derechos, de carne y hueso, con los pies en la tierra. Hombres y mujeres con sida que lo transmiten a sus hijos, sean éstos o no deseados. Niños que viven unos cuantos años enfermos y desdichados. A Provida esto no le preocupa, porque cree que con la abstinencia puede evitarse. Y la abstinencia es una entelequia.

En una carta que publiqué en La Jornada el 18 de noviembre de 2003, insinué que debería ser Prosida y no Provida el nombre de la asociación que preside Serrano Limón. Probablemente no fui el primero a quien se le ocurrió este cambio de letra por demás obvio. Pero veo que otras personas lo han retomado o, como yo, lo descubrieron. Enhorabuena. Es el nombre que se merece.

El doctor Frenk pertenece a una de las familias más distinguidas, cultas, educadas y cosmopolitas de México. Los Frenk le han dado mucho a nuestro país, no sólo los frutos de su preparación e inteligencia. Mucho amor también. Fue por ello, supongo, que el presidente Vicente Fox lo consideró como uno de los más capaces para dirigir la Secretaría de Salud. Yo también lo juzgué así y celebré su nombramiento. Y es claro que Frenk, consciente de su capacidad, también lo pensó. Pero fue más lejos: apenas había comenzado a servir a su pueblo, a aplicar su talento y conocimientos al servicio de los mexicanos desde su nuevo cargo, creyó que sería más importante y útil servir al planeta entero desde la secretaría de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Por desgracia para él, su candidatura a este puesto no fructificó. Si hoy fuera el secretario general de la OMS vería que es más fácil preocuparse -y no ocuparse directamente- de 30 o 40 millones de sidáticos de todo el mundo que preocuparse -y ocuparse directamente- de las decenas de miles que tenemos en nuestro país. En su país.

Y no es que no se preocupe ni se ocupe. Lo hace, pero al mismo tiempo comete una aberración imperdonable, impensable e inconcebible en un secretario de Salud: destinar una cantidad millonaria a la asociación que con su actitud propicia la enfermedad y la muerte de cientos, miles de mexicanos. Por si fuera poco -que es mucho-, esa cantidad fue tomada nada menos que de los fondos que la secretaría dispone para el combate al sida. En otras palabras, le fue robada a nuestros enfermos. A los más desamparados y despreciados de nuestros enfermos. No nos equivoquemos. Este es el verdadero escándalo. El patético asunto de las tangas, los trajes, las plumas y los banquetes de varios cientos de miles de pesos no deja de ser un escandalete provocado por individuos sin escrúpulos, sabandijas y sinvergüenzas de poca monta.

Aconseja el Evangelio que más vale que la mano derecha ignore lo que hace la mano izquierda. No fue así en este caso: los dos hemisferios cerebrales de Julio Frenk supieron siempre muy bien lo que hacían sus dos manos. Pero también el Evangelio dice: si tu brazo te da ocasión de pecar, córtalo. El secretario debe abandonar su cargo. El nombre Frenk es muy apreciado y querido en nuestro país. No merece ser ensuciado. La renuncia de Julio Frenk le devolvería un gran prestigio que siempre ha distinguido a él y a sus familiares.

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