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México D.F. Sábado 10 de julio de 2004

Jacques-Pierre Amette

La amante de Brecht

Alrededor de Bertolt Brecht han florecido muchos mitos, se han injertado otros tantos y eso ha acrecentado una hoguera de por sí potente: la vasta influencia de su obra dramatúrgica en la cultura moderna. De su relación con las mujeres se ha cultivado también bibliografía amplia. Una de las versiones recurrentes es el papel definitivo que ellas cumplieron en la obra creativa del autor de la teoría del distanciamiento, al punto que se afirma que Helene Weigel escribió textos geniales que hoy la historia reconoce como de la autoría de su marido.

Tusquets Editores trae a México la novela ganadora del Premio Goncourt más reciente: La amante de Brecht, en la que su autor, Jacques-Pierre Amette, retoma el tema de las mujeres del teatrista en un contexto sociopolítico. La aludida en el título es Maria Eich, una hermosa actriz vienesa enviada por la policía política comunista para espiar la cabeza del artista. Como un adelanto para los lectores de La Jornada presentamos el capítulo once de esa novela que empezará a circular este fin de semana en librerías.

La víspera de los días en que tenía cita con Hans Trow, Maria Eich dormía mal. Por la radio, con el volumen bajo, se había enterado del intercambio de comunicados desagradables entre Stalin y los occidentales. Por la mañana se había tomado un té bien cargado para despabilarse y se pasó por el ensayo de Antígona. Como no tocaban escenas en las que ella interviniera directamente, se instaló en la octava fila, entre asientos vacíos. Brecht se interrumpió de pronto -estaba dando consejos a los actores- y fue derecho hacia ella, que rebuscaba una pulsera en el bolso.

-La mayoría de las personas -dijo de un tirón, casi sin respirar- no son conscientes, Maria, de los efectos que el arte puede producir en ellas, efectos buenos y efectos malos. La representación da una imagen, una idea del mundo, clara o confusa, usted debería saberlo, y, aunque no esté usted atenta, a nadie dejará intacto, šni siquiera a usted! šEl arte que no se hace para ser comprendido, tenido en cuenta, degrada! ƑPuede usted entender eso?

Y acto seguido, de forma extraña, le volvió el cuello de la chaqueta, como si, por un escrúpulo puritano, hubiera querido taparle el escote, tras lo cual regresó al escenario.

Los actores esperaban preguntándose qué sucedía en la oscuridad del fondo. Por su semblante serio y frío, todos comprendieron que Brecht estaba de un humor de perros; el ensayo prosiguió. Los postes y los cráneos de caballos, la mesa de trabajo se habían metamorfoseado en objetos incongruentes que chapoteaban en una luz turbia. Y un foco se fundió, para acabar de arreglarlo.

A primera hora de la tarde Maria pa-seaba por el parque. La impresionaba la soledad del lugar. Por la parte de los pinos había un cine, el Metropole, con una gran marquesina amarilla cubierta de nieve. Maria fue y se sentó en los escalones, sobre un ejemplar del Berliner Tagblatt que había deslizado bajo su trasero. Y allí, viendo a unos soldados con capote puesto que hablaban y se calentaban zapateando, se le pasó el mal humor. Con aquellos tonos rojizos presidiendo ruinas, el cielo iba tomando aspecto de puesta de sol kitsch. Maria se sintió tranquila. Se levantó y se dirigió a la dirección que le había dado Hans Trow. Llegó diez minutos antes de la hora.

La Posada del Cisne era de techo bajo, abovedado, con claraboyas redondeadas y de ladrillos de colores. Pesadas mesas rectangulares de madera oscura. Junto a la ventana, en medio de una nube de humo azul, un joven vestido con suma elegancia repasaba un cuaderno y a ratos movía un poco un papel de calco y medía algo con una pequeña regla. Maria había pedido un té y esperaba en la penumbra.

Llegó Hans Trow. Hablaron de Brecht y del Berliner Ensemble, cuyo letrero colgaba girando sobre sí mismo por encima del Deutsches Theater, redondo como la enseña de la Mercedes. Maria se liberaba y se soltaba a hablar. Se sentía escuchada. Nadie me escucha como él, pensó. Se preguntó si sus revelaciones eran favorablemente acogidas y estudiadas en los servicios secretos.

Hans le dijo que en la guerra había conocido un buen teatro en Stettin y que los oficiales, amigos suyos, iban a menudo. Había momentos de silencio, pero luego algo fresco, reposado, volvía a trabar la conversación. Todo parecía claro, tranquilo, familiar, como hacía años que no lo era. Maria tenía ganas de tutearlo. Hans le puso de pronto en la mano un objeto metálico y frío. Era una pequeña cámara fotográfica Kodak, importada del Oeste.

-Tengo la impresión de que nos miran. Que todo el mundo lo hace -dijo ella mientras Hans pagaba.

Caminaron un poco y Maria no sabía qué hacer, ni qué decir. Advirtió que algunas ruinas tenían un curioso halo claro por las noches. Caminaban y cruzaban vallas. Todo lo que había hecho, discutido con Brecht, todos los malentendidos pasaron a formar parte de un mundo viejo que estaba agonizando. Sin saber muy bien lo que le ocurría, Maria se sentía confiada, segura, con ganas de comentar que una gracia, una levedad especiales parecían poseerla. Le apetecía un café bien caliente, pasarse un día caminando por una acera recta que saliera de Berlín. Veía la cúpula de una iglesia y un avión que aterrizaba por la parte de Tegel.

ƑEn qué momento se había apartado ella de aquel mundo original y fresco que volvía cuando estaba en compañía de Hans Trow?

No tenía más que caminar a su lado, que escucharlo explicar cómo se utilizaba la cámara, para que le desaparecieran las dudas, las ansiedades, las pesadillas, las sombras, los temores; con sólo que él hablara quedamente, el género humano dejaba de ser de plomo. ƑPor qué de pronto todo parecía esperanzado y extravagante? Puede que aquel vendedor que veía bajo el puente del metro, con sus peines y sus dos tomos de Goethe, sus baratijas y una cinta de encaje, fuera un mensajero... Vendedores, gratos mensajeros... Había que pensarlo... Hans compró un peine.

Luego él extendió su impermeable entre los pinos negros y se puso a hablar.

Hablaba de su misión como si hubiera querido repetir una parte de su vida que hubiera anulado como consecuencia de algo que se callaba. Pero el cansancio, el desamparo pudieron verse en su rostro cuando, con una suerte de doloroso desdén, dijo:

-šAhora sé lo que quiero!

Y había seguido hablando más fuerte. Y resonando entre aquellos pinos, aquella frase repetida resultó ser un curioso mensaje:

-šSé lo que quiero!, Maria.

Se despidieron cerca del Deutsches Theater. El letrero luminoso del Berliner Ensemble giraba en la noche, se reflejaba en el canal. Hans se alejó caminando por la orilla. Todo se estancaba, embotado, soñoliento; el mundo dormía. Por el agua, muy honda, se deslizaba una gabarra verde, plomiza.

Al día siguiente, pese a sus buenos propósitos (Debo mostrarme siempre alegre, soy Antígona, soy ligera, soy un ángel), Maria tuvo un despertar de pánico. Cuando estaba en la ducha rascaron en la puerta.

-ƑQuién es?... ƑQuién? -dijo ella.

Y Brecht respondió:

-ƑPor qué no echas el pestillo en el cuarto de baño? ƑEs que esperas a alguien?

Y a continuación sintió Maria sus dedos, la toalla, que la tiraban a la cama y luego a la alfombra.

-ƑPara quién? -murmuró él mientras la poseía.

Y lo hizo con más ímpetu, Maria estaba confundida por tanta fogosidad.

-ƑPara quién? ƑPara quién has meneado el trasero esta mañana?

La lámpara de la mesita de noche se había caído.

Brecht se fue dando un portazo. Maria se sintió ''amante coraje" por haberlo puesto celoso y haber apagado su ardor en lo que él llamaba su ''triller erótico". Cuando Brecht volvió a entrar en el cuarto, no fueron más que un hombre y una mujer que vivían juntos, se movían, hablaban, aparentemente como si tal cosa, pero que habían perdido la confianza. Las palabras sonaban entre ellos opacas. Un mechero brilló en la oscuridad. Una toma, el otro da, se repitió para sí Brecht, la una da, el otro toma.

Brecht se sentó en la cama y abrió una novela norteamericana. No leyó, pensó que con Ruth lo hacía en la alfombra, con Helli en la escalera, con Greta, apoyados en la cerca de hierro junto a un macizo de flores. Con Ruth paraba el Stayr negro y lo hacían en la cuneta, sin quitarse siquiera la ropa.

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