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México D.F. Viernes 25 de junio de 2004

Enrique Florescano/ I

Tres episodios de una historia personal

Quiero expresar, en primer lugar, mi profundo reconocimiento al Consejo de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo por la atrevida decisión de otorgarme el doctorado honoris causa y compartir ese alto honor con dos eminentes historiadores. Para responder a esa honrosa distinción me voy a referir a tres episodios personales que hoy, 24 de junio del año 2004, se entretejen y funden en una sola y memorable jornada.

El primer episodio está vinculado al ejercicio del estudio de la historia, una tarea que me ha ocupado los últimos 40 años. Nuestros maestros solían decir: ''Los griegos son los padres de la historia". Sin embargo, la idea de la historia que nos legaron los griegos es propia de lo que conocemos como tradición occidental; una tradición que suele ignorar los artefactos inventados por otros pueblos para construir y transmitir la memoria del pasado.

En la tradición occidental Heródoto imaginó la historia como una pesquisa dedicada a dar cuenta de los hechos humanos, con independencia de los asuntos sagrados o sobrenaturales. Su interés era registrar los acontecimientos ocurridos en un lugar y en un tiempo precisos, para impedir, como decía él mismo, que ''llegue a desvanecerse con el tiempo la memoria de los hechos públicos de los hombres, ni menos a oscurecer las grandes y maravillosas hazañas, así de los griegos como de los bárbaros".

Cuando Heródoto y Tucídides definieron las características del canon historiográfico occidental, su mundo estaba poblado de mitos. En ese tiempo el mito fue el primer relato acerca del pasado que intentó ofrecer una idea inteligible sobre los orígenes del cosmos y de los seres humanos. Como observa Moses Finley, el mito era el gran maestro de los griegos ''en todas las cosas relativas al espíritu". Contra esta tradición se rebelaron Heródoto y Tucídides. Ambos insistieron en mostrar que el mito no era un instrumento confiable para registrar las acciones humanas; por el contrario, arguían que introducía interpretaciones que deformaban el sentido de esas acciones. Heródoto le dio una calificación a la palabra mito que desde entonces rebajó su naturaleza: dijo que era un relato falso.

Platón, en el segundo libro de la República, criticó los mitos contenidos en las obras de Homero y Hesiodo. Apoyado en la lectura de esos relatos afirmó que los mitos no eran otra cosa que narraciones embarazadas por la mentira. En nuestros días Carlo Ginzburg recogió esa tesis y se convirtió en un impugnador inmisericorde del mito. Para él, como antes para Heródoto y Platón, el mito es un discurso falso.

Al estudiar los mitos mesoamericanos y emprender la redacción de mi libro sobre Quetzalcóatl y los mitos fundadores de Mesoamérica, advertí que esas consideraciones contribuyeron a olvidar el papel decisivo del mito como transmisor de la memoria en sociedades diferentes a la Occidental. Si en Grecia el mito fue erradicado del pensamiento analítico y sustituido por la indagación interesada en registrar sólo las acciones humanas ocurridas en lugares y tiempos precisos, en el lejano Oriente, la India o Mesoamérica, el mito continuó siendo el relato idóneo para acumular, ordenar y transmitir la memoria colectiva. De suerte que no podemos saber cuál era el sentido de la historia en las antiguas sociedades americanas si antes no desciframos la naturaleza del conocimiento almacenado en los mitos.

Un estudio sobre los orígenes de la memoria indígena me llevó a la conclusión de que el mito primordial de la creación del cosmos era el conductor de esa memoria. En la tradición mesoamericana los mitos cosmogónicos transmitieron un mensaje único, con independencia de la cultura que los producía. Los mitos de creación inscritos en los templos mayas de Palenque, el Códice de Viena de los mixtecos, el Popol Vuh de los k'iche', o la Historia de los mexicanos por sus pinturas de los nauas, comparten una estructura narrativa común, cuyo propósito era relatar el origen de tres acontecimientos fundadores: primero la creación y ordenamiento del cosmos, luego el origen de los seres humanos, las plantas cultivadas y el sol, y por último la fundación de los reinos y las dinastías. En estos textos esos pueblos acendraron su identidad palencana, mixteca, k'iche' o mexica. La narración de los orígenes de la nación, las conquistas memorables y la fundación del reino ocupan la parte sustantiva del mito cosmogónico. Este relato, siempre narrado en el estilo de los anales, adopta la forma de una memoria del pueblo palencano, mixteco, k'iche' o naua, y constituye una síntesis de sus valores más estimados: es la enciclopedia de los conocimientos que los identificaban como nación.

Así, una lección permanente del análisis histórico dice que no se pueden estudiar los valores de una cultura con los criterios que han servido para dar cuenta de otras. En contraste con el pensamiento occidental que sitúa al hombre en el centro del mundo y lo hace responsable del desarrollo de la historia, en la concepción mesoamericana la historia humana se definió en el instante maravilloso de la creación primordial del cosmos y fue obra de los dioses. Se trata de una creación absoluta, que de una vez y para siempre estableció los fundamentos del cosmos y la relación de los seres humanos con la naturaleza, los dioses y los reinos. Esta creación prístina es un arquetipo, el canon que definió los lineamientos sobre los cuales habrían de fincarse las futuras obras humanas. El modelo cósmico que describe el mito de la creación primordial, así como el arquetipo del primer reino (Tollán-Teotihuacán), o del gobernante sabio (Quetzalcóatl), serán los paradigmas de las fundaciones, reinos y gobernantes posteriores. Tal es la conclusión que presento en Quetzalcóatl y los mitos fundadores de Mesoamérica.

Dicho en forma resumida, la práctica de la investigación histórica me ha deparado la más dilatada enseñanza sobre la diversidad de las creaciones humanas, una curiosidad viciosa por el conocimiento de lo ajeno y lejano, y la certidumbre de que el breve lapso de nuestra existencia, al mismo tiempo que tiene momentos plenos como la ceremonia que hoy nos reúne, es un aprendizaje continuo, una búsqueda inacabable sobre el significado de las obras construidas en el pasado y el misterio de su proyección en el presente.

Palabras de agradecimiento del historiador al recibir el doctorado honoris causa por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo

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