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México D.F. Sábado 19 de junio de 2004

Ilán Semo

La ley en tres pisos

Un día cualquiera en la pequeña población de Santa Catarina. El jueves pasado una pareja de estadunidenses, Michael Wayne Ray y su esposa Katherine, fueron detenidos por robar a una niña mexicana de siete años. Liliana, la hija de Elvira Méndez, se encontraba jugando como de costumbre frente a su casa. La pareja se acercó a ella en una camioneta de lujo para invitarla a dar un paseo. Como la pequeña se negó, Michael la subió por la fuerza al vehículo. Una vecina escuchó los gritos de Liliana y urgió a un taxista a seguir la camioneta mientras ella avisaba a la policía. Al sentirse perseguida, la pareja abandonó a la niña y se dio a la fuga. Finalmente fueron capturados. Los acompañaba su hijo Dany, un niño también, y sostenían desde hace años un negocio de adopciones en Texas. Iban de cacería a los pequeños poblados de Nuevo León para después entregar a sus "protegidos" a matrimonios que buscaban adoptar un niño. En el reportaje televisivo, el camarógrafo captó el momento en que Katherine es separada de su hijo Dany en la cárcel de Santa Catarina. El horror y el dolor que afloraron en su mirada deben haber sido comparables a los que infligió a las madres de sus abducidos. Frente a las cámaras, Elvira, la madre de Liliana, fue lacónica: "Sólo quiero que los castiguen como debe ser. Pues una no tiene dinero y las autoridades se venden".

No se requiere ninguna sociología para dar la razón a Elvira. Hay en la procuración de justicia un nivel infra, un infranivel, acaso el más poblado y mayoritario, en el que la aplicación de la ley sigue los caminos del estado permanente de excepción. Es, por llamarlo de alguna manera, el piso salvaje del país legal: el de la compra y venta de influencias, el del libre mercado de los espaldarazos, el del cargo entendido como fuente única de acumulación originaria y personal. Sus orígenes se remontan a las profundidades del siglo xix y a la formación de un Estado que encontró en la afirmación del orden patrimonial el equilibrio (siempre catastrófico) que las cruzadas liberales por su modernización nunca lograron proporcionarle. La Revolución Mexicana no modificó el infrapiso de la ley, simplemente lo legitimó. En cierta manera, acotó la distancia entre el país legal y el país real, abigarrando la naturaleza liberal del primero con las prácticas corporativas y clientelares del segundo. En el piso salvaje de la ley, las únicas estrategias eficientes para procurar correcciones y equilibrar los poderes fácticos han sido -y siguen siendo- a) la intervención milagrosa de alguna autoridad superior o b) la presión social. De ahí la frecuencia con la que aparecen movimientos justicialistas o simplemente populistas que acaban reproduciendo la desigualdad que existía antes.

Sigue un segundo piso, el nivel estamental, por definirlo de alguna manera. La tradición también patrimonial de los centros del poder económico ha tenido su reflejo en una práctica estamentaria de la procuración de justicia. No basta con tener dinero para inclinar la balanza de la ley. Es preciso contar con redes formales e informales que liguen el poder económico con la maquinaria jurídica. El piso estamental siempre ha sido de altísimo riesgo (pregúntese tan sólo a los banqueros de 1982 o al antiguo Grupo Monterrey) por la movilidad de las elites que lo presiden y el enorme peso que ejerce la maquinaria política sobre el territorio de las decisiones legales. A este sobrepeso se debe también la ilusión, estrictamente errónea, de que el mundo de la ley puede ser modificado desde el de la política, y no desde las estructuras básicas del laberinto jurídico.

El tercer y último nivel es el piso de los fueros, ese blindaje institucional y cultural, formal e informal que reviste a todo cargo público. Una realidad del siglo xviii que sobrevive en el siglo xxi. Este es el piso que se ha modificado más radicalmente desde 2000. En la era del Partido Revolucionario Institucional las cosas eran simplemente unísonas. La única fuerza capaz de imponer la fuerza del Estado para ejercer la ley (sobre los ciudadanos o sobre la oposición) era el partido oficial. La democratización ha fragmentado este monopolio. Ahora cada partido ejerce una influencia suficientemente grande para coludir al poder del gobierno (así sea regional) con el aparato jurídico. La campaña emprendida por el Poder Ejecutivo contra el Gobierno del Distrito Federal es prueba de ello. Pero también lo es el hecho de que ninguno de los videoacusados en el escándalo del Partido de la Revolución Democrática se encuentre hoy en la cárcel.

Para enfrentar el cerco jurídico tendido por el foxismo al DF, la primera estrategia fue la del desacato. Una práctica perfectamente comprensible en el piso salvaje de la ley, pero difícilmente tolerable en el de los fueros. La segunda táctica fue la del delito menor. Léase: si se aplica el mismo rigor a la Federación que el que se ha exhibido frente al DF, desaparecería el Estado. Es un camino más plausible, menos catastrófico. Pero la guerra jurídica que se ha desatado entre el DF y Los Pinos muestra que ninguna de las fuerzas que contienden en ella incluye dentro de su programa la mínima intención de recorrer el camino que lleva a la búsqueda del estado de derecho y a la abolición del estado de excepción. Y el país se acerca con paso muy firme y desbocado a otro de esos tristes momentos en que la estabilidad supone pactos que desbordan los límites de cualquier ley. Lo otro sería un conflicto de proporciones impredecibles.

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