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México D.F. Domingo 30 de mayo de 2004

Angeles González Gamio

Don Benito y San Fernando

Don Benito Juárez es nuestro prócer bienamado, el pastorcito oaxaqueño que llegó a presidente y dejó un legado de honestidad y valentía, cuya historia estudiamos todos en la primaria, y San Fernando III fue un rey castellano que vivió en el siglo XIII, expulsó a los moros de España, fundó la Universidad de Salamanca, mandó construir la catedral de Burgos y reformó el código de leyes canónicas.

ƑPor qué aparecen juntos en esta crónica? Resulta que los restos de don Benito fueron enterrados, en 1872, en el panteón de San Fernando, aledaño a la hermosa iglesia dedicada al mismo santo, en el Centro Histórico. Un impresionante monumento neoclásico, obra de los hermanos Juan y Manuel Isla, conmemora al benemérito y preside el pequeño cementerio romántico, único de ese estilo que se conserva en la capital.

Originalmente sólo podían ser sepultados en ese sitio los benefactores fernandinos y miembros de la cofradía establecidos en su iglesia. En ese entonces el panteón estaba al frente del templo, en donde ahora hay una linda plaza enjardinada y con añejos árboles. A principios del siglo XIX, se trasladó al lugar que ahora ocupa. Hacia 1850 dejó de ser exclusivo, y al expedir el presidente Juárez la Ley de Secularización de Cementerios, pasó a ser propiedad del gobierno, quedando bajo la administración de los jueces del Registro Civil.

Alrededor del gran templete de don Benito Juárez se encuentran sencillas lápidas que guardan los restos de personajes distinguidos de la historia de México: presidentes de la República, científicos, artistas, escritores y generales célebres de ambos bandos; irónicamente, la muerte unió a liberales y conservadores, como es el caso del ministro de Juárez, don Manuel Ruiz, que está "hombro a hombro" con don Mariano Riva Palacio, acérrimo defensor del emperador Maximiliano. Entre estas formales presencias, se aparece la lápida de Isadora Duncan, la famosa bailarina estadunidense que a principios del siglo pasado murió ahorcada con su larga mascada, que se atoró en las llantas del veloz vehículo convertible (30 kilómetros por hora) en el que viajaba por el viejo continente, donde se encuentran sus restos. Es otra de las ironías del cementerio de San Fernando, que en 1935 fue declarado, merecidamente, monumento histórico.

La iglesia adjunta también es digna de visitarse, particularmente para admirar el exterior, ya que adentro perdió los bellos altares barrocos estípite que la adornaban. La fachada es de tezontle, con una portada de cantera con exuberante labrado. Tiene cuatro elegantes columnas con estrías en zigzag, de las cuales las centrales se adelantan, lo que le imprime interesante movimiento. Se complementa con cuatro pilastras estípites con los apóstoles labrados y nichos que albergan esculturas de santos. Contrasta el modesto campanario, de una sola torre.

Esta iglesia tenía, como casi todas las del Centro Histórico, un gran convento adjunto, que edificaron en 1730 ocho misioneros franciscanos, que llegaron del colegio de Propaganda Fide, de Querétaro. Ya con la autorización del virrey Revillagigedo, adquirieron una casa cerca del hospital de San Hipólito, preciosura que todavía está en pie, esperando una buena restauración. Allí fundaron el colegio apostólico de San Fernando, en memoria del rey Fernando. De ese lugar salieron misioneros insignes, como Junípero Serra y Francisco Palou, civilizadores del noroeste y creadores de las misiones californianas.

El conjunto que forman la plaza, la iglesia y el cementerio, es en verdad encantador; invita a sentarse en una de las bancas, a la sombra de los grandes fresnos, a platicar de la vida y el amor o, si no tiene compañía, a deleitarse con la lectura sabrosa y pausada de su periódico favorito, que espero que sea éste.

Para no romper con el ambiente, la comida puede ser en el primoroso patio del Hotel Cortés, que se encuentra a un par de cuadras, sobre la avenida Hidalgo, esquina con Reforma. El antiguo hostal agustino conserva una de las mejores arquitecturas barrocas, que se aprecia en la fachada y en la armonía del interior, que puede admirar bebiendo un reconfortante tequilita, con quesadillas de botana, mientras le sirven un corazón de filete Cortés, sabrosa receta de la casa, con cebolla, tocino y primientos. Mi postre: las crepas mexicanas, de cajeta, con su toque de štequila! Hay bufete en desayuno y comida, y acomodador a la puerta.

El hostal rejuvenece gracias al francés David Carpentier, que está renovándolo en todos los aspectos, y como tenía que ser, estrena una espléndida cava.

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