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México D.F. Sábado 22 de mayo de 2004

Gustavo Gordillo

El tiempo de los tiempos políticos

Si tuviera que seleccionar uno de los distintos males que aquejan a la vida pública en América Latina como el más nocivo elegiría el mal manejo de los tiempos políticos. La búsqueda de salidas fáciles y de fugas hacia adelante y, sobre todo, la ceguera política dañan enormemente las posibilidades de enfocar la acción pública hacia cuestiones sustantivas.

Esto es más claro aun cuando el factor tiempo se vuelve la variable estratégica en la secuencia y establecimiento de las reformas. En esas circunstancias la acción política está indisolublemente ligada a la elección de los tiempos. Acciones prematuras, acciones a tiempo, acciones postergadas, acciones para ganar tiempo, acciones de última hora y no-acciones constituyen las coordenadas sobre las cuales se despliega la política.

Las más recientes e innovadoras iniciativas políticas -el reporte del PNUD sobre la democracias en América Latina, el reporte del Banco Mundial sobre la desigualdad en esta región y varias iniciativas nacionales, como la lanzada recientemente por la revista Letras Libres en México- tienen un común denominador que es en sí mismo un diagnóstico de la situación por la que atraviesa América Latina. La búsqueda de mecanismos institucionales que incentiven el debate político, que eleven su calidad y que lo orienten a temas sustantivos parece ser ese común leit-motiv.

El centro de los retos está en este implacable diagnóstico del reporte del PNUD sobre la democracia en América Latina: "Una política que omite los problemas centrales, vacía de contenido las opciones ciudadanas, un Estado sin poder transforma el mandato electoral en una expresión de voluntades sin consecuencias, y una sociedad sin participación activa lleva, tarde o temprano, a una peligrosa autonomía del poder, que dejará de expresar las necesidades de los ciudadanos".

Para medir la importancia de generar o reforzar espacios de deliberación pública es necesario considerar tres poderosas barreras que los distorsionan y, con ello, debilitan nuestras democracias.

Una y no es la menor, es la fragilidad del entramado institucional. Si 25 años han sido suficientes para que en la región se pase de tres a 18 países plenamente democráticos, no lo ha sido para consolidar reglas de juego que permitan canalizar conflictos, establecer bases comunes de entendimiento y promover políticas públicas ampliamente consensadas. Esta debilidad institucional es aun más grave puesto que habiendo una amplia democracia electoral hay reclamos ciudadanos, movilizaciones sociales y hasta cierto punto escrutinio público.

La segunda barrera tiene que ver con el periodo de los ajustes estructurales en la región y más que nada con la forma en que se acometió la tensión entre libertad económica y libertad política en el establecimiento de las reformas. Cuando los mecanismos de arbitrajes se desenvolvieron fuera de los espacios institucionales llevaron a debilitar tanto al poder Judicial como al poder Legislativo. Cuando la libertad política, es decir el avance de la democracia, se vio supeditada a las reformas económicas ambas sufrieron y se debilitaron.

La tercera barrera es la propia cultura cívica predominante en nuestros países que es poco afecta a manejarse a través de conductos legales y que como se observa en todos los sondeos recientes es bastante ambivalente en su adhesión a los valores democráticos.

Estas tres barreras además deben apreciarse en el contexto de una profunda desigualdad social, que es decisiva para entender la naturaleza de las elites políticas; el proceso mismo de elaboración de las políticas públicas y las dificultades para encontrar espacios de común entendimiento en momentos de fuertes cambios y crisis de representación política.

Cada una de estas tres barreras juega un efecto devastador sobre los tiempos políticos. La debilidad institucional erosiona severamente la confianza en los acuerdos pactados entre las distintas fuerzas políticas, porque mas allá de la buena o mal fe, hay incapacidad para llevarlos a efecto. Los "recuerdos" de la primera etapa de reformas estructurales hacen que los tecnócratas, que buscan impulsar otras reformas, subestimen el factor consenso, que en la primeras reformas estructurales fue decisivo sólo en un segmento de las elites. Y la distorsionada cultura cívica impide que los actores políticos se comporten como contrincantes dentro de un sistema que a todos conviene preservar y no como enemigos que buscan destruirlo.

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