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México D.F. Martes 27 de abril de 2004

Luis Hernández Navarro

Imágenes de la teleguerra sucia

A juzgar por el tiempo que se le dedica en sus transmisiones, René Bejarano es hoy una estrella más del Canal de las Estrellas. Por lo visto, en su nueva aventura política la industria del entretenimiento ha convertido al otrora líder de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal en su villano favorito.

Desde el pasado 3 de marzo, fecha en la que El Mañanero de Brozo difundió el video en el que aparece Bejarano recibiendo dinero en la oficina de Carlos Ahumada, el antiguo dirigente de la Unión Popular Nueva Tenochtitlán ha aparecido en la pantalla. Esa presencia se hizo aún más constante después de que el nuevo emblema de la corrupción política mencionó supuestos movimientos bancarios de Bernardo Gómez, vicepresidente de la empresa, y los ubicó como parte de una ofensiva contra Andrés Manuel López Obrador. Como cereza que corona el pastel, varias compañías han transmitido en televisión comercial promocionales que recrean la escena en la que quien fue profesor del Politécnico se embolsa varios miles de dólares. El asunto ha sido, además, materia obligada de programación en las series cómicas y de cotilleo.

Apenas hace unos días un cómico que imitaba a Bejarano apareció en el programa La Parodia. En plan de burla, como si se tratara de una versión nacional de Seinfeld, durante 10 minutos el ex dirigente del PRD habilitado como comediante se "justificó" ante un grupo de comensales: tengo varias versiones diferentes -dijo ante un auditorio que estalla en carcajadas- y todas son falsas, y remata: el video fue falsificado. Cambiaron hasta las ligas. La única escena original es en la que me dan el dinero.

Durante el último mes y medio Televisa ha justificado la demonización de Bejarano y la divulgación de los videoescándalos como parte de su labor informativa, de una búsqueda legítima por incrementar su rating y de la decisión de erigirse en una fuerza justiciera que defiende a los ciudadanos de políticos corruptos, les exige rendir cuentas y los exhibe ante la opinión pública en sus fallas.

Esta conversión de un consorcio mediático en actor estelar de la moderna tragicomedia política nacional va, sin embargo, más allá de estos loables propósitos. Bejarano no es el principal objetivo a destruir en la teleguerra sucia -como la ha bautizado Jenaro Villamil-, sino, tan sólo el flanco más débil para golpear al enemigo principal de esta trama: Andrés Manuel López Obrador y su imagen de hombre honesto. Lo que verdaderamente está en juego no es la moralización de la vida política del país, sino la pretensión de que se decida hoy el resultado de las elecciones de 2006.

Tan no es la corrupción política el objetivo del vasto despliegue informativo, que acontecimientos al menos igualmente escandalosos, como el financiamiento ilegal de los Amigos de Fox y el Pemexgate, no han recibido en la pantalla chica, ni remotamente, una cobertura similar a la proporcionada a los videoescándalos.

Tras la justificación de la lucha por el rating el consorcio mediático oculta un contubernio con el poder. Desde hace años política institucional y medios son en México un matrimonio bien avenido. El vínculo que existe hoy entre el gobierno federal y las empresas de comunicación electrónica es muy estrecho, al menos tanto como lo fue en el pasado con el PRI. Y lo es al punto de que con frecuencia verdad televisiva y verdad oficial se confunden. Es cierto que las viejas redes de complicidad entre instituciones oficiales e importantes medios de comunicación han sufrido algunos cambios, pero en muchos casos han sido sustituidas por nuevos vasos comunicantes surgidos de la cercanía ideológica, religiosa y política. La estructura para asignar las concesiones y la generosa reducción de impuestos que los concesionarios debían pagar ha acercado aún más a unos y otros.

La teleguerra sucia no es un hecho aislado más, sino un punto de inflexión en las relaciones entre política y medios de comunicación electrónicos en México. Se trata de un episodio que lleva la confrontación entre los grandes medios de comunicación y un gobierno de izquierda aún más lejos de lo que fue la ofensiva de Tv Azteca contra Cuauhtémoc Cárdenas desatada a raíz de la muerte de Paco Stanley.

En los videoescándalos se resumen, además, tendencias desarrolladas durante los últimos años en la televisión comercial en las que se practica una sistemática intrusión en la intimidad y se convierte lo privado en terreno de lo público. Hasta hace poco tiempo la industria del entretenimiento se nutría de la realidad. Hoy, por obra y gracia de la televisión, la realidad imita al negocio del esparcimiento.

La política institucional se hace en estas épocas con los recursos y la visión de series como Big Brother y los talk shows. Carmen Salinas y Cristina se han convertido en las guías que conducen la nueva incursión hacia la esfera de lo privado, en las pedagogas que forjan el gusto de la época. Convertidos en rehenes de su relación con los medios electrónicos, los políticos tienen ahora un peligro adicional acechándolos. A partir de este momento, el Big Brother espía y graba en todos los rincones de la vida pública sin que haya alguien que advierta que deben sonreír para la foto.

La teleguerra sucia ha mostrado el enorme poderío mediático y cultural de las televisoras en México. Una fuerza que quiere presentarse en sociedad como la reserva moral de la nación. Un poder al que partidos y políticos rinden regularmente pleitesía o, cuando menos, al que endosan una parte sustantiva de los recursos públicos que les son asignados para las campañas electorales.

A pesar de ello y conforme el tiempo pasa, la verdad televisiva fabricada alrededor de los videoescándalos se debilita y se muestra como lo que es: un episodio más de la guerra de quienes quieren evitar el triunfo de López Obrador en las elecciones presidenciales.

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