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México D.F. Jueves 22 de abril de 2004

Adolfo Sánchez Rebolledo

Democracia en apuros

Un informe sobre la democracia en América Latina, publicado por la organización para el desarrollo de Naciones Unidas, citado por Ciro Pérez Silva en La Jornada del pasado martes, deja ver cuáles son los grandes dilemas a los que se enfrenta la democracia para consolidarse en Latinoamérica.

Una vez superada la etapa de las transiciones, nuestros países vuelven a descubrir el abismo que separa la realidad de sus mejores deseos. Las grandes y esperanzadoras expectativas abiertas con el cambio democrático en la mayoría de los países se toparon con una realidad al parecer inamovible: su enorme desigualdad y fragmentación. Además, ahora se comprueba que las grandes reformas adoptadas al filo de la transición para modernizar las viejas estructuras económicas trajeron cambios importantes, pero no crearon una realidad más justa desde el punto de vista social.

El resultado no puede ser más negativo, pues, según el informe citado, al día de hoy "54.7 por ciento de los latinoamericanos estarían dispuestos a aceptar un gobierno autoritario si resolviera la situación económica". El informe extrae sus propias conclusiones y llama a reflexionar sobre los riesgos de "ignorar la necesidad de construir bases sólidas de una economía que permita atacar la pobreza y la desigualdad" y a la vez alerta sobre el peligro de "ignorar que esos programas se aplican en sociedades donde las demandas ciudadanas y el juicio sobre esas políticas se expresan libremente".

Si no se puede afirmar que la democracia es imposible mientras exista la pobreza, tampoco se advierte cómo se puede construir una democracia creíble allí donde algunos ciudadanos carecen de lo indispensable y a otros no les alcanzaría la vida para gastar sus fortunas. La gobernabilidad suele ser un terreno pantanoso allí donde no se crean las condiciones mínimas para que la gente despliegue una existencia "moderna", como ocurre en buena parte de nuestras regiones y zonas olvidadas.

Los datos obtenidos por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) reafirman los resultados de otras encuestas, como la que practicaron la Secretaría de Gobernación y el Instituto Federal Electoral, donde se ofrecen datos parecidos. En México, por ejemplo, la mayoría prefiere un régimen democrático, pero sólo 47 por ciento acepta que éste es mejor a cualquier otro, aunque implique presiones económicas, pues 33 por ciento respondió que "es preferible sacrificar algunas libertades de expresión, de reunión y de auto organización a cambio de vivir sin presiones económicas" (encuesta del Suplemento especial de Este País, p. 8). Además, contra la opinión mayoritaria, 37 por ciento opina que México no vive en la democracia.

Es verdad que esos datos descubren el núcleo duro de la cultura autoritaria forjada y mantenida durante muchas décadas tanto por el Estado como por las instituciones sindicales o religiosas, por citar algunas, pero sería un grave error atribuir todo el desencanto con la democracia a factores del pasado y no a verdaderas insuficiencias del quehacer político e institucional de la democracia misma.

En uno de sus extraordinarios escritos políticos, Bertrand Russell aludía a ese dilema y se preguntaba en qué momento de la historia el pobre optaría por el voto y no por el pan del que depende su vida. La democracia es, justamente, ese momento en que la satisfacción de otras necesidades se sacrifica a la consecución de la libertad, con el convencimiento de que la vida dejará de ser lo que es en sus aspectos más desdeñables. Nadie cambia para seguir igual. No es que la gente prefiera, en el sentido estricto del término, un gobierno duro y arbitrario sobre otro tolerante y legalista, pero es imposible pedirle a quien carece de todo que elija entre el hambre y el voto, sobre todo si las promesas de los políticos no traen como resultado la modificación sustantiva de la realidad social en que vive y en su calidad de ciudadano.

La gran responsabilidad de los partidos en la sociedad democrática estriba en hacer creíble la gran apuesta democrática, en recrearla mediante el funcionamiento de las instituciones, es decir, de mantenerla viva y actuante, no como una entelequia para recordar el primer domingo de julio. Quienes ocupan cargos de dirección y representación (pero también los medios con su peso en la formación de la conciencia pública) tienen que probar cotidianamente las ventajas de los mecanismos democráticos para hacer avanzar a la sociedad en su conjunto. Si no lo consiguen, la ciudadanía perderá interés y confianza en ese juego y mirará hacia otra parte o se ensimismará en sus propios mundos subjetivos para hallar el camino. Cuidado.

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