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E D I T O R I A L
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México D.F. Jueves 4 de marzo de 2004

 

EN EL POZO DE FANGO

sol-2Cuando aún no se terminaba de asimilar el más reciente de los escándalos, provocado por la revelación de los frecuentes y dispendiosos viajes a Las Vegas del ahora ex secretario de Finanzas del Gobierno del Distrito Federal, Gustavo Ponce Meléndez, ayer por la mañana se difundió por televisión un nuevo video, ahora de René Bejarano, ex secretario particular del jefe de Gobierno capitalino, Andrés Manuel López Obrador, y hasta este miércoles presidente de la Comisión de Gobierno de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal (ALDF) y coordinador de la fracción perredista en ese órgano, recibiendo fajos de billetes de manos de Carlos Ahumada Kurtz, un empresario favorecido con contratos durante la administración de Rosario Robles Berlanga cuyas empresas aparecen ahora vinculadas con los fraudes por 31 millones de pesos contra el erario capitalino y particularmente contra las delegaciones Gustavo A. Madero, Alvaro Obregón y Tláhuac.

Tras la revelación, Bejarano anunció su salida, con licencia, de la ALDF y, unas horas más tarde, su dimisión al Partido de la Revolución Democrática (PRD); el periodista Javier Solórzano renunció a la dirección de El Independiente, propiedad de Ahumada Kurtz; Leticia Robles Colín negó haber recibido el dinero de Ahumada que, según Bejarano, le entregó a la ahora jefa delegacional en Alvaro Obregón para su campaña política.

En el episodio han debido intervenir, de una u otra manera, las procuradurías General de Justicia del DF y General de la República, el CEN del PRD, la Comisión Permanente del Congreso de la Unión y el Instituto Electoral del Distrito Federal (IEDF), entre otras instituciones, y la crisis desatada, sobra decirlo, no sólo afecta al gobierno capitalino y al PRD local y nacional, sino a la generalidad de la vida política y a los medios informativos.

La primera e inevitable conclusión, luego de los escándalos acumulados -los desvíos del Pemexgate, los financiamientos ilícitos de Amigos de Fox, las indemnizaciones multimillonarias en perjuicio del Estado logradas por Diego Fernández de Cevallos para clientes de su despacho, los tráficos de influencias de Guido Belsasso, los dispendios en la representación ante la OCDE, los desvíos de fondos públicos hacia la fundación Vamos México, las mordidas solicitadas por Jorge Emilio González Martínez, los viajes a Las Vegas de Ponce Meléndez, las entregas de efectivo de Ahumada Kurtz a Bejarano-, es que la corrupción y la inmoralidad en todas las instancias de la administración pública son una lacra mucho más grande y mucho más grave de lo que la clase política solía admitir. Para que puedan realizarse guerras de lodo, el primer requisito es que haya lodo y, en las instituciones de la República, éste no escasea.

Desde otra perspectiva, resulta meridianamente claro que las más recientes revelaciones sensacionalistas de actos de corrupción no son, de manera alguna, expresiones de espíritu cívico; por el contrario, son, en sí mismas, una forma corrupta y distorsionada de remplazar la política con el escándalo o de pugnar por intereses personales o facciosos de poder y dinero. En un entorno caracterizado por la falta de ideas y programas, por la indigencia ideológica, por el mercantilismo partidario y el gerencialismo como actitud de gobierno, puede resultar tentador ahorrarse el debate con el adversario y buscar su destrucción mediante emboscadas mediáticas como las que la opinión pública se ha visto obligada a presenciar en estos días.

Ante la carencia de argumentos para cuestionar propuestas y tendencias políticas, se recurre a las labores de minería en las cloacas, al espionaje y a la emergencia de unos trapos demasiado sucios, si no es que abiertamente delictivos, para ser considerados asuntos privados o personales.

En esta ocasión, los priístas, conocedores históricos de los usos y abusos del poder, han colocado el dedo en la llaga al señalar la responsabilidad del gobierno federal en este grave enrarecimiento de la vida institucional. En efecto, da la impresión de que en las esferas del Ejecutivo federal no sólo no se percibe la gravedad de la destrucción sistemática de la credibilidad institucional, sino que el fenómeno se recibe con cierto regocijo.

Los medios informativos, por su parte, con el rating y la circulación en mente, aceptan gustosos participar en la cacería de figuras políticas y en la recolección y difusión de inmundicias. En el menos peor de los supuestos, los periodistas involucrados en tales actividades no reparan en la forma en que son utilizados por intereses no siempre identificados ni se preocupan por la distorsión que introducen en su propia tarea informativa. Pero es posible, también, que algunos medios establezcan con sus fuentes de videos delatores tratos tan inconfesables como los que se retratan en las propias cintas. Sea como fuere, si en lo inmediato la rutina de la revelación sensacionalista está causando un daño severísimo a la moral pública y a la vida republicana, más temprano que tarde producirá un desgaste equivalente en la credibilidad del oficio periodístico. Ello no significa exculpar en modo alguno a los políticos y funcionarios, responsables principales de la corrupción, diseñadores de los escándalos y autores de su propio descrédito.
 

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