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México D.F. Domingo 1 de febrero de 2004

Carlos Bonfil

A los trece

Curiosa paradoja la de una película notable: A los trece (Thirteen), dirigida por la debutante Catherine Hardwicke, estelarizada por adolescentes, escrita por una joven de 13 años (Evie Zamora), quien también actúa en ella, y que por su lenguaje, desnudos y violencia, no puede ser vista por los espectadores a los que va dirigida: jóvenes de esa misma edad. En Estados Unidos su clasificación es restrictiva; en México, sólo para adultos. Algo similar sucedió hace unos años con Perfume de violetas, de Marisa Sistach, cinta con la que A los trece guarda más de un parecido.

Tracy Freeland (Evan Rachel Wood), estudiante modelo, chica convencional y un tanto retraída, sucumbe a la fascinación que sobre toda la escuela ejerce la extrovertida y sensual y acelerada Nikki Reed (Zamora). Ansiosa de emular su conducta y desparpajo, congraciarse con ella y ganar su afecto, Tracy se convierte en discípula suya y se transforma de modo radical. Con un esquema así, Ƒcómo evitar caer en el cliché de las amistades perniciosas, la mala influencia, y la corrupción sentimental? La directora sortea con fortuna esta tentación, construye sus personajes inteligentemente y entrecruza tres historias de amistad femenina un tanto complementarias. Analiza la relación de poder entre dos adolescentes: vulnerabilidad, vampirismo afectivo, sometimiento gozoso, rituales de pertenencia tribal (perforaciones, autolaceraciones); incursiona también en un terreno delicado, la relación de Tracy con su madre ex alcohólica (Holly Hunter, estupenda), con todo el colapso de una pretendida camaradería entre dos generaciones casi irreconciliables, y por último, muestra la comunicación ambigua entre Nikki y la mujer madura con la que vive (Ƒmadre, tía, vecina, protectora?) y que interpreta con vigor Deborah Unger (protagonista, con la propia Hunter, de Crash, de David Cronenberg). El reparto es atractivo y Hardwicke lo aprovecha cabalmente. El interés adolescente por la sexualidad se ventila sin sensacionalismo, como si nada pudiera ya sorprender a jóvenes provenientes de hogares disfuncionales, con un padre, en el caso de Tracy, que se larga de la casa, harto de la dipsomanía de su esposa, mientras la madre lo remplaza con un amante drogadicto. En el caso de Nikki, la actitud libertaria no exhibe, en lo inmediato, el lastre de una frustración familiar semejante: lo suyo es algo más complejo e inclasificable, como esas conductas absurdas de los personajes de Larry Clark (Kids, Ken park), que escapan siempre a la sociología instantánea. Incluso en la realización, la cineasta opta por el manejo muy libre de la cámara digital, sugiriendo con el desorden mismo de los movimientos el estado de ánimo de sus protagonistas adolescentes, confrontando continuamente al espectador (por la identificación o por el rechazo) con una febrilidad juvenil al borde siempre de un estallido. Las primeras imágenes de la cinta, con dos chicas propinándose, en juego, bofetadas de brutalidad creciente, rompen vigorosamente con la imagen de una adolescencia en armonía con el mundo exterior. A los trece no es el retrato de una o dos familias disfuncionales y sus hijas descarriadas, sino el de una disfunción social más generalizada, en contraste abierto con lo que sueñan los fundamentalistas religiosos y sus apóstoles conservadores. No hay aquí mención alguna del flagelo de enfermedades mortales, ni se sugiere la opción redentora de una abstinencia sexual. A Tracy y a su "corruptora" amiga Nikki, tan cercana y a la vez tan desleal, las une a fin de cuentas un escepticismo radical y el disfrute de lo inmediato -el desdén por la experiencia de hace cinco minutos que ya pasó a ser historia

Catherine Hardwicke muestra en éste primer trabajo como directora una lucidez sorprendente. Rescata el guión de una joven de 13 años, lo afina, conserva su oído para el habla juvenil, y le imprime un ritmo en la realización totalmente acorde con la frescura del propósito inicial. Articula mejor, y sin metáforas estorbosas, el impulso de rebeldía juvenil que la canadiense Lea Pool quiso transmitir en su cinta Lost and delirious, para ofrecer una radiografía más, de saludable incorrección política, de la condición adolescente.

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