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México D.F. Lunes 26 de enero de 2004

Hermann Bellinghausen

Fuertes aires

Una cochinilla vulgar avanza y retrocede en el muro blanco; sus antenas en tijera abren paso al batiscafo que es su cuerpo y a la miríada de patitas ocultas. Explora direcciones con el torpor de un delicado buldózer. Las cochinillas no vuelan, pero trepan la vertical a la perfección y se cuentan entre los escasos seres vivientes capaces de rodar. Quién no recuerda esas pelotitas escamosas, casi negras, canicas de quitina que a los niños nos gustaba manipular entre las yemas.

Las cochinillas no mueren, sólo se desecan. Su cáscara perdura en el reino mineral de los últimos objetos hasta que un día, de improviso, se convierte en polvo y se la lleva el viento.

ƑQue fijeza buscaba yo en la alimaña extraviada en el muro? Los vientos habían enloquecido. Tiraron postes, anuncios y casas, golpearon gente, asesinaron árboles centenarios. En su atolondramiento, atrajeron agua en cantidades absurdas. Inundaciones. Carros sumergidos en el granizo. Ríos en el asfalto. Lo sacó la televisión.

Se soltaron los aires sobre la ciudad y el país. A barrer dijeron, humos y vapores, partículas suspendidas, ropas asoleándose, periódicos de todos los días. Los volcanes de repente revelaron su cercanía y hasta La Malinche asomó el pico, pálida de nieve.

Sacudidos aún por los desastres de la víspera, descubrimos una claridad inédita en la atmósfera. Su tan célebre como extinta transparencia. Lo único que el aire no se llevó, antes bien trajo, fue el manto de las estrellas. Hasta la cola de caballo de la Vía Láctea pudo verse en pleno Narvarte.

En el país entero el cielo estaba igual, barrido. Ninguna nube desdibujaba nuestros lagos, ciudades, serranías, puentes, playas, magnos ríos eventrados a veces por presas hidroeléctricas que inundan la tierra a fuerzas.

El Cofre de Perote, chato. Las grietas del Nevado de Toluca. Desnudaron sus faldas las sierras Madre: los bosques que les quedan, los suburbios que las arrasan, los cultivos generosos. Vimos desiertos naturales, los páramos petroleros en los llanos.

La cochinilla resistió en el muro los fuertes aires, acaso sin enterarse. Su estructura cóncava, su condición entomológicamente cocoide y la fortaleza adhesiva de sus patas la dejaron inamovible, explorando con cortedad de miras los próximos cinco centímetros a la redonda, ignorante de la línea recta y otras ventajas de la geometría euclidiana.

Pasados el susto y el chubasco, los pobladores de estas tierras salimos a orearnos y el día entero ventilamos las coyunturas, las cabelleras y las blusas. En cierto modo fuimos felices en los camellones, parques y estaciones, o desde las ventanillas de los taxis. En estos tiempos uno no le hace el feo a ninguna felicidad, por poquita que sea. La gente, ha de ser por eso, parecía entusiasmada.

Los avatares meteorológicos y humanos tenían sin cuidado a la cochinilla en el muro. Compacta y negrita. Explorando. A ciegas. Doy fe.

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