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México D.F. Lunes 26 de enero de 2004

Vilma Fuentes

Reyes y Romeo, pero no el de Julieta

Editadas por Séguier en 1991, las Chroniques parisiennes son una selección de textos de Alfonso Reyes sobre la vida en la capital francesa: sus escritores, sus pintores, sus librerías, sus edificios, sus calles, sus cafés... Verdaderos paseos que forman estos diálogos entre continentes. Con una presentación de Octavio Paz, estas crónicas fueron seleccionadas en sus obras completas.

Verdaderos paseos por las calles de la capital, Reyes dice con su ironía característica, a propósito de las trabajadoras que ''ganan su día de noche'': ''inútil repetir que la prostitución es una leyenda de mal gusto'', y de sus habitantes: ''pueblo serio, pueblo inquieto el de París, a veces incluso amargo, por momentos, aunque deja a los extranjeros gozar de placeres permisibles a cada quien según su propia dignidad''.

De las Escenas de la vida parisiense, en las que Balzac nos describe los dramas de calles, bulevares y callejuelas, a las Crónicas... de Reyes, la ciudad de París ha crecido, sus calles se han aereado, en parte gracias a los trabajos de urbanismo de Haussman, y su existencia subterránea va extendiéndose semejante al laberinto que, en la superficie, extravía al paseante en sus misterios. Porque París, como otras ciudades seculares, es ante todo un laberinto con sorpresas a cada vuelta de esquina.

En París existen, señaló Balzac, calles leprosas, bulevares de lujo, si no pecaminosos, avenidas para mostrar la riqueza bien o mal adquirida, paseos para la elegancia femenina, callejones sin salida de la miseria. Hay aún ahora, calle donde se venden vajillas y cristalería; otra donde se encuentra cualquier tela, de la más barata a la que atraviesan hilos de oro; una más donde las chicas preguntan a los hombres: ''Ƒsubes?''; un faubourg Saint-Honoré con los vestidos de alta costura más caros del mundo; una avenida con escaparates de muebles...

No creo que Alfonso Reyes haya cruzado el umbral de la tienda Romeo, que tiene algo más de un siglo de existencia. Acaso lo hizo: su curiosidad era infinita, su tiempo libre también -si no, Ƒcómo escribir?

Cuando Belphe y Azimuth se ponen insoportables, quieren salir, llueva, nieve o haga frío, en lugar de gastar un dineral llevándolos a Disneylandia que, de todos modos, los aburre, pues no hay fantasmas ni brujas de verdad, menos aún duendes o espíritus chocarreros, apenas una especie de zoológico (Donald, Mickey, Tribilín, etcétera) instalado en una feria, los llevo a Romeo.

La primera vez que entramos a ese almacén fue porque no nos quedó otra. La Ƒculpa? fue de Azimuth, que se quedó hipnotizado frente a uno de sus escaparates mirando una gigantesca pantera con ojos de jade y bigotes de hilos plateados -el vendedor me aseguraría que eran de platino puro- que servía de base a una mesa para dieciséis convidados. Como Azimuth no se despegaba de la vitrina, nos vimos obligados a ir por él. En su entusiasmo, Azi nos mostró la piel de un león que servía de colcha a una cama en forma de concha de ostiones con una Venus recostada como cabecera. Mirando tanta maravilla: sillas con la forma de canguros, negritos con turbán para sostener un florero-sirena, tortugas para guardar las botellas de vino... no vimos venir el peligro: un vendedor, en smoking, con corbata de moñito, que salió de la tienda para invitarnos a entrar.

El vendedor decidió que éramos una pareja de millonarios de paseo en París. Si no éramos narcos, nuevos ricos o latifundistas de América del Sur, su instinto de vendedor le sugirió que éramos estrellas de cine de incógnito -por los bastones inútiles que llevábamos.

Cuando terminó la visita de los dos edificios de seis pisos, que se comunican entre ellos con pasillos secretos, después de ver cabeceras de plumas de pavorreal, sillones Luis XV, nuevecitos, nos aseguró, con hojas de oro de quién sabe cuántos kilates, cojines con lentejuelas de piedras preciosas, excusados con pinturas de los pintores contemporáneos más caros, y un elevador, parte del almacén, donde el suelo era también un espejo y nuestro guía alzaba la mirada para mostrarme que no veía mi ropa interior, tuvimos que comenzar a buscar a los duendes en ese laberinto mobiliario hollywoodense, palaciego y nuevo rico. ƑQué hay más chic?

-La elegancia -farfulla uno de los duendes simulando la voz del otro.

-La simplicidad -dice el otro.

-Es lo mismo, baboso.

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