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México D.F. Lunes 12 de enero de 2004

Armando Jiménez

En la cantina El Nivel

El protagonista de este libro me telefoneó a mi casa cierta mañana; dijo que deseaba verme en algún lugar a las dos de la tarde para comer y tratar un asunto. Propuse que nos encontráramos en El Nivel, uno de mis bares preferidos, y le di la dirección.

Como de costumbre llegó retrasado y se disculpó: que tuvo grabación y ésta se prolongó más de lo previsto. Dado que yo estaba hambriento manduqué mientras lo esperaba.

El Nivel es la cantina más antigua de México; tiene la licencia número uno, expedida en 1872 por el presidente Sebastián Lerdo de Tejada. Se haya en el Centro Histórico de la Ciudad de México, en la esquina de Seminario y Moneda.

Por ser la más cercana al Palacio Nacional, donde las antesalas suelen durar seis horas o seis días o seis años, la gente necesita refrescar el gañote sin separarse mucho del sitio donde espera ser recibido.

Debido a ello conocieron esa cantina una docena de personas que más adelante fueron presidentes de la República.

Es tan famosa que cuando algún turista me pregunta dónde está el Palacio Nacional o la Catedral Metropolitana, le digo que a un costado de El Nivel.

Su ambiente es agradable, es limpia y ofrece amable atención (luego pasaré a cobrar lo de la publicidad, don Jesús). Sí, su servicio es tan bueno que concurre gente de lugares distantes.

Gran fortuna es de aquél,

el que tiene por vecina

a la afamada cantina

denominada El Nivel.

Asentado lo anterior, vayamos al grano, como recomienda el ungüento Barrosín, o como dicen por allí, a lo que te truje Chencha.

El suceso que empecé a narrar antes de esta digresión aconteció en 1970, pero no recuerdo la fecha exacta; debe haber sido en agosto o septiembre, porque al poco rato de que llegó allí José Alfredo se soltó un aguacero que no paró en varias horas.

Para empezar, mi primo se tomó dos caballitos de tequila, de un trago cada uno, y durante la comida bebió tres cervezas.

Después de que fue al mingitorio me comunicó el motivo de nuestra reunión: deseaba construir una casa y me detalló cómo la quería y cuánto pensaba gastar. Mientras me hacía esas explicaciones se empujó dos cervezas más y otros tantos caballitos de tequila.

Yo estaba preocupado por la lluvia que no cesaba de caer y salí de mi casa sin impermeable. Por otra parte, mi primo se estaba emborrachando y, como en otras ocasiones, tenía yo que cargar con él hasta su casa.

Yo le señalé -mientras él pedía otra cerveza y otro tequila- que desde que me convertí en dizque escritor abandoné la arquitectura y que, además, mi editor me estaba apurando para que terminara la Nueva picardía mexicana, a cuenta de la cual me había entregado un fuerte anticipo. De cualquier manera, le recomendé a un amigo mío, también arquitecto, para ese trabajo.

Mientras tanto, y para no alargar este relato, diré que después de que el renombrado compositor y cantante se zampó en total una docena de cerveza, más otros tantos tequilas, se quedó dormido. Tuve que sacarlo a rastras y, en medio del aguacero, subirlo a un taxi para llevarlo hasta su casa.

La culpa de todo esto es mía pues esta historia, con pequeñas variantes, ya se había repetido varias veces.

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