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México D.F. Miércoles 15 de octubre de 2003

Carlos Martínez García

Papa fuerte, Iglesia débil

Con la ascensión hace 25 años de Karol Wojtyla al papado se inició una revigorización del máximo puesto que un clérigo puede ocupar en la Iglesia católica. Al mismo tiempo la vida interna de esa institución y su influencia real en la feligresía intensificaron su tendencia declinatoria. El largo periodo de Juan Pablo II ha significado un mayor control sobre distintas tendencias del catolicismo, para privilegiar los puntos de vista considerados ortodoxos y disminuir otras propuestas eclesiales más acordes con el cristianismo y disidentes de la cristiandad romana.

Entendemos por cristianismo las líneas de enseñanza emanadas del Nuevo Testamento, y por cristiandad romana todo aquello que con el correr de las centurias se fue añadiendo a los principios evangélicos del primer siglo. No pasó mucho tiempo desde que Wojtyla fue encumbrado como obispo de Roma, y en consecuencia cabeza de la Iglesia católica, para que un grupo de teólogos advirtiera signos de un autoritarismo peligroso que contradecía al Concilio Vaticano II. Los primeros en lanzar el aviso fueron pensadores católicos europeos como Hans Küng, quien tan sólo un año después de que Juan Pablo II fuera investido Papa publicó un polémico artículo que le valió ser destituido como profesor de teología católica.

Con efectiva claridad Küng señaló el conservadurismo preconciliar de Juan Pablo II, su idea de fortalecer las directrices del magisterio de la Iglesia, es decir, el poder de las cúpulas para controlar la diversidad teológica y eclesiológica que estaba floreciendo en casi todo el mundo, particularmente en Europa y el continente americano.

Fue Hans Küng quien escribió que el papado de Wojtyla se caracteriza por privilegiar al catolicismo romano en detrimento de la catolicidad de la Iglesia. Ordenado sacerdote en 1954, designado por Juan XXIII, en 1962, perito teológico del Concilio Vaticano II, ha sido más y más crítico del actual sumo pontífice romano. Hace tres años escribió: "Aunque no es italiano, sino proveniente de un país en el que ni la Reforma ni la Ilustración pudieron establecerse, Juan Pablo II resulta muy del gusto de la curia. Acorde con el estilo de los populistas Píos, prestando gran atención a los medios de comunicación, el antiguo arzobispo de Cracovia -quien en la truculenta comisión papal sobre el control de la natalidad se destacó por sus constantes y políticamente bien calculadas ausencias-, provisto de un radiante carisma y del talento escénico que ha conservado desde su juventud, dotó al Vaticano de lo mismo que la Casa Blanca también gozó con Ronald Reagan. Allí también pudimos encontrar al gran comunicador que, con sus encantos personales, su caballerosidad y sus gestos simbólicos, podía conseguir que las doctrinas o prácticas más conservadoras parecieran del todo aceptables. Los sacerdotes que reclamaban mayor presencia del laicado fueron los primeros en sentir el cambio de clima asociado con él, después los teólogos, pronto también los obispos, y finalmente las mujeres".

En la medida que la teología de la liberación cuestionaba fuertemente el sistema económico y político dominante, pero no ponía en duda ni la primacía de Roma ni su autoridad incuestionable sobre las Iglesias nacionales o locales, en esa medida fue tolerada por el régimen de Juan Pablo II. Pero cuando sacerdotes y teólogos de la liberación -es el caso del brasileño Leonardo Boff- se atrevieron a cruzar los límites y criticaron el eclesiocentrismo romano y abogaron por una reforma (incluso recurriendo a casos históricos como el de Lutero en el siglo XVI) fue entonces cuando el aparato curial romano se les vino encima. No fue debido a su opción por los pobres que Boff sufrió la persecución inclemente de la Congregación para la Doctrina de la Fe -sucedánea de la Santa Inquisición-, sino por atreverse a proponer en su obra Iglesia: carisma o poder una eclesiología más cercana a la Reforma protestante que a los dictados de Roma. Ante la cerrazón de Juan Pablo II y sus instancias de poder muchos otros sacerdotes eligieron el silencioso camino de abandonar los hábitos.

Mientras a lo largo de dos décadas y media se ha fortalecido la papolatría, siendo Karol Wojtyla el telepredicador por excelencia, la Iglesia católica languidece por todas partes. El exacerbado clericalismo, que hace a los feligreses meros espectadores de ceremonias sacramentales, es buen abono para que sean atraídos por cultos y confesiones religiosas donde desempeñan papeles más activos. Quien crea que las multitudinarias misas de Juan Pablo II, así como las fuertes emociones que levanta en millones de televidentes, son signos de vitalidad de la Iglesia que encabeza, está confundiendo un fenómeno mediático con una fe firmemente internalizada.

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