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México D.F. Sábado 11 de octubre de 2003

Raquel Gutiérrez

Las posibilidades de la lucha en Bolivia

La indignación de la población boliviana ante un gobierno que no le ofrece nada más que miseria y muerte continúa desplegándose por la puna y los valles. La rebelión que hasta hoy protagonizan principalmente los comunarios aimaras, estrechamente ligados con las familias de la zona periurbana de El Alto, continúa delineando umbrales donde todo parece ser posible.

Son ya cuatro semanas que La Paz se encuentra bloqueada, casi cercada. Las marchas y movilizaciones de los más diversos sectores populares -desde los estudiantes y maestros hasta los obreros industriales, los "carniceros" y a veces los transportistas- recorren sus avenidas estremeciendo el paisaje con dinamita, con creciente frecuencia.

En los valles interandinos de Cochabamba y en la zona del Chapare, el descontento también es general aunque sus expresiones no han alcanzado la radicalidad que muestran en La Paz. La Coordinadora de Defensa del Gas está permanentemente movilizada y en sus reuniones se discuten las posibilidades y caminos para la reapropiación social de los hidrocarburos y de todos los recursos que han sido malbaratados por los sucesivos gobiernos neoliberales.

El Chapare, zona cocalera de donde proviene Evo Morales, está prácticamente militarizada desde el fin de semana anterior, y si bien esta presencia ha impedido la instalación de bloqueos tan poderosos como los que existen en la zona occidental del país, ni aun así las fuerzas castrenses han podido garantizar el libre tránsito de los vehículos: hay bloqueos esporádicos, escaramuzas breves y, en general, una sensación colectiva de que no es el gobierno quien controla amplísimos territorios del país, pese a que declare lo contrario.

Es en este escenario donde se van dibujando, dificultosamente, las distintas posibilidades. El gobierno parece estar dispuesto a lanzarse a una acción represiva que ha comenzado ya, intentando someter a las multitudes movilizadas en la Ciudad de El Alto. Esta ciudad, vecina de La Paz y la tercera de Bolivia por su número de habitantes, es un caótico conglomerado de casas de adobe, talleres familiares y pequeñas fábricas, donde vive y se ocupa casi la totalidad de los migrantes aimaras que son expulsados desde el campo.

El Alto es una ciudad indígena, quizá la más grande urbe indígena de América Latina. Más de medio millón de hombres y mujeres aimara-hablantes, se reubican en ese espacio, reconstruyendo un sinfín de prácticas comunitarias visibles en las formas de organizar la superación colectiva de las necesidades más sentidas: es una ciudad donde los pobladores construyen sus calles, cavan e instalan sus drenajes -donde los hay- y colocan sus postes de luz. Es una ciudad donde el racismo y el desprecio gubernamental hacia la población golpean la mirada y hieren el alma. Pero en El Alto, la asociación para la satisfacción de las necesidades y la organización con base en sistemas de cargos ligados frecuentemente a las fiestas, es práctica común. Y cada vez más estas asociaciones conforman una densa estructura para la lucha, para sostener la rebelión también en la entrada de la ciudad. Y ésta es una amenaza que el gobierno neoliberal de Sánchez de Lozada hoy intenta aplastar a balazos. La masacre de indígenas es, pues, una de las posibilidades.

Las otras posibilidades abiertas se expresan en el grito, de múltiples voces, que exige la renuncia del presidente. Y esta exigencia puede tener, al menos, dos significados diferentes. Por un lado, puede querer expresar y conducir el movimiento meramente a un recambio gubernamental; esto es, a que dentro de los marcos de la institucionalidad vigente, se produzca la renuncia presidencial para que el vicepresidente se ocupe del gobierno hasta que se logre convocar a elecciones. Algunos sectores urbanos y una parte del MAS (Movimiento al Socialismo) buscan imprimir este significado al movimiento.

Pero, por otro lado, la exigencia de renuncia del gobierno puede significar el comienzo del desconocimiento radical de toda la normativa neoliberal que se ha impuesto en los últimos 20 años. Hay ciertas voces que caminan en esta dirección, y sobre todo, ciertas acciones de la población indignada que quiere, de una vez, construir otro país. Lo comunitario, lo indígena, lo popular, no se expresa así como un retroceso histórico, se presenta como una apuesta hacia la posibilidad de que los seres humanos se asocien y se autogobiernen de maneras inéditas, sin olvidar lo que son y aprendiendo de su herencia de siglos.

Las posibilidades están planteadas y en Bolivia, como nunca, se vislumbra un camino de esperanza.

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