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P O L I T I C A
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México D.F. Sábado 11 de octubre de 2003

DESFILADERO

Jaime Avilés

Hollywood: el fin se acerca...

Entrevista silente con Werner Herzog

Culmina con éxito el primer Festival Internacional de Morelia

AL LLEGAR AL primer Festival Internacional de Cine de Morelia, Werner Herzog declara: "De México me interesan las culturas precolombinas, Juan Rulfo y Chavela Vargas". La esplendorosa Valladolid americana acoge con admiración y afecto al talentosísimo artista alemán. Tres mil personas lo acompañan en la plaza pública a la proyección de Aguirre, la ira de Dios. Abundan entre el público los estudiantes que viajaron del Distrito Federal y de Guadalajara para conocerlo en persona, estar junto a él, hacerle preguntas, pedirle un autógrafo. Y entregándose, hondamente estimulado por el entusiasmo de quienes lo adoran, el creador de Nosferatu (1979) concede mil entrevistas de prensa, excepto una: la mía.

Hay algo increíble en las cifras: al ver la extensión de su filmografía, cualquiera podría imaginarlo como un ancianito octogenario, pero no. Herzog ha vivido apenas 61 años, luce fuerte, sano, con la dentadura completa y la espalda recta del atleta que fue. Porque en su juventud quiso convertirse en campeón europeo de salto acrobático en esquís, un deporte de locos que a lo largo de tantas competencias y prácticas le ofreció el privilegio de observar el mundo más arriba que nadie, girando en el aire de las cumbres de los Alpes.

Hijo de campesinos pobres, nacido en plena Segunda Guerra Mundial, Herzog afirma: "La primera vez que llamé por teléfono en mi vida tenía 17 años". Tres años más tarde rodaba su primera cinta. "A mí nadie me enseñó cómo hacer cine. Tuve que aprender por mí mismo", recuerda. "Para hacer películas no es necesario estudiar, sólo querer decir algo. Siempre he sostenido que el cine es el arte de los iletrados", insiste. "Una película es 98 por ciento disciplina y 2 por ciento atletismo, santidad, espíritu", reitera, y no desaprovecha ocasión para hablar pestes de Hollywood. "Yo creo en los jóvenes realizadores que escriben un guión y lo filman como les da la gana; en cambio desconfío de los que van a Hollywood con un proyecto digno y lo prostituyen para conseguir el dinero de los estudios. Hollywood sólo produce estupidez..."

Esto fue el viernes. El sábado -hoy hace ya ocho días, qué pronto; la vida repentinamente es un lugar donde a cada minuto descubro que ya han transcurrido ocho días- Herzog se levanta muy temprano y continúa sus charlas con quien desee conocer sus opiniones. Por la tarde asiste a un debate con Barbet Schroeder, el autor de Barfly (basada en los cuentos de Charles Bukowsky) y La virgen de los sicarios (la novela de Fernando Vallejo), y durante dos horas responde sin descanso más de 100 preguntas.

Luego lo espera un coctel en su honor, organizado por la gente del Conservatorio Las Rosas, pero Schroeder se lo lleva al Cinépolis recién construido en el centro de Morelia, donde el público atiborra las cinco salas a toda hora porque nadie quiere perderse una sola película. Qué hambre tan pavorosa hay en los ojos de quienes entran y salen por esas puertas para volver a entrar, deseosos de rencontrarse con el cine verdadero, ese lujo de multitudes inteligentes hoy abolido por el neoliberalismo. Y allí, Herzog y Schroeder asisten a la proyección de La desazón suprema: retrato incesante de Fernando Vallejo, un trabajo de Luis Ospina acerca del inmenso escritor colombiano, galardonado este año con el premio Rómulo Gallegos en Venezuela.

Cuando finaliza la obra de Ospina, Herzog aplaude, mira el reloj y abandona la sala bostezando de agotamiento. Claro, pienso: ahorita en Europa son las 5 de la mañana. Y elijo ese instante para acercarme y decirle con familiaridad: "Hola, Bernardo (sic que aún se pregunta si Werner equivale a Bernardo). Yo soy de La Jornada". "Ah, La Jorrnada. Yo leo mucho La Jorrnada, es el perriódico más importante de México. Perro lo siento, ahorra estoy vacío de palabras", contesta en español, porque además de alemán e inglés habla las lenguas más famosas de Europa y está aprendiendo náhuatl. Bueno, me digo, lo intentaste.

Un futuro luminoso


ƑESTUVISTE EN EL debate? ƑQuién te gustó más, Schroeder o Herzog? ƑVerdad que Herzog habla igualito que los personajes de sus películas, con sentencias que te recuerdan El enigma de Kaspar Hauser? Tales son las preguntas que zumban entre el gentío que tiembla, esa noche de sábado horas después, en los jardines de una mansión construida sobre una exclusiva colina de Morelia; abajo tiritan las luces de la ciudad bajo un frío espeluznante. Alguien dice que falta el glamur de las rubias oxigenadas de Hollywood, pero no es cierto: lo que falta es un pozolito, una birria, algo caliente en la panza. A las 2 de la mañana todo culminará con un show de fuegos de artificio. Unido al bando de los cineastas desharrapados que abundan por doquier entre tantas señoras elegantes, compruebo que los que aman el séptimo arte se sienten de lo más agradecidos. ƑLa causa? El buen gusto y la exigencia de quienes programaron la cartelera del festival.

Morid de envidia, hipotéticos lectores, ante los nombres de los directores convocados para estrenar aquí sus nuevas realizaciones: Lars von Triers (Dogville), Cendric Klapish (La auberge espagnole), Héctor Babenco (Carandiru), y Catherine Hardwicke, que ganó el pasado festival Sundance con Thirteen (A los trece), un estudio sobre la clase media venida a menos en Los Angeles, ilustrado por una Holly Hunter deliciosa.

ƑY de México? Los rollos perdidos de Pancho Villa, fruto de una intensa investigación en distintos archivos fílmicos de Europa, donde Gregorio Rocha encontró fragmentos de la película que en 1914 la Mutual Films Corporation rodó con el Centauro del Norte en el papel estelar, para registrar algunas de sus batallas más gloriosas. La película muestra cómo el aparato propagandístico de Estados Unidos usó primero esas imágenes para exaltar el heroísmo del jefe de los dorados pensando que éste sería aliado de Washington, y cómo, después de la invasión a Columbus en 1916, las reditó para mostrarlo como un bandido de cuarta.

Pero continuamos en la fiesta y los organizadores del festival no sueltan los celulares porque al día siguiente Herzog, Schroeder, Vallejo, Ospina y 10 personas más irán a Pátzcuaro y se necesita otro vehículo para llevarlos. Yo traigo un carrito prestado y lo ofrezco, desde luego, conmigo como chofer. Y pienso: me llevo a Herzog de copiloto... Para mi asombro me aceptan. Hay que estar en el hotel Juaninos a las 11. Por todo lo anteriormente expuesto llego puntualísimo pero... oh, hay cuatro camionetas listas para zarpar. De todos modos logro que me embarquen en una.

Primera escala: Tupúcuaro, una capilla del siglo xvi, riquísima en vestigios de arte barroco del xvii y el xviii. Al cruzar el atrio, Schroeder se detiene ante una cruz de piedra y dice: "Cuidado, él se acaba de golpear", y señala a un distraído realizador francés cuyo nombre no sabré nunca. Entramos en la nave: el techo es un prodigio. En el altar hay una escultura de madera tallada que representa a Santiago Apóstol con yelmo y armadura de conquistador español; los purhépechchas, sin embargo, lo han revestido con sarape de saltillo y sombrero de paja para mexicanizarlo, y le han prendido un billete de a dólar. "ƑYa viste?", le digo a Herzog. Pero está embebido en la imagen y dice por un lado de la boca: "Es un símbolo de gratitud de los bracerros que lograrron pasar a Estados Unidos".

Tomo una decisión: no le hablaré más, me limitaré a verlo. Y en efecto veo que sale del templo, se aleja, se acerca, gira en redondo: está recogiendo notas visuales, pensando sin duda en su película sobre la conquista de México, proyecto que lleva 10 años tratando de financiar y no lo consigue porque cuesta 50 millones de dólares y Hollywood se los ofrece a condición de que la protagonista sea "una india de tetas bonitas".

En Tzintzuntzan visitamos la iglesia donde Vasco de Quiroga plantó olivares que nunca dieron aceitunas pero tienen 500 años de antigüedad y son árboles pasmosos. En Pátzcuaro nos vamos a comer en la parte alta de una tienda donde hay un restaurante en el primer piso. Me siento junto a Herzog y lo observo: pide ensalada de pera, pescado en salsa verde y un vaso de jugo de naranja. Devora ambos platillos sin prisa ni pausa, masticando lentamente y no deja ni brizna de nada. El tema que domina la conversación me llena de esperanzas. Ante la censura que el gobierno chino ha implantado para impedir que sus ciudadanos naveguen por Internet, se está desarrollando una tecnología que, en un plazo de cinco años, permitirá que hasta yo transmita por la red cualquier película robada.

Entonces la piratería será imbatible. Hollywood ya no producirá ninguna cinta que cueste más de 200 millones de dólares, porque jamás podrá recuperarlos. Eso marcará el fin de los grandes estudios. Y por lo tanto se multiplicarán las películas de bajo presupuesto y vendrá el renacimiento del cine de autor, con directores y guionistas no comerciales y por ello más atractivos. Y el mundo será mejor sin duda alguna. Sólo por eso.

Una prueba de que el cine más grande se hace sin dinero está en las pequeñas obras maestras de los nuevos realizadores de Irán, país que, hoy por hoy, según Herzog, cuenta con la cinematografía más interesante y maravillosa del planeta. Por supuesto que sí, le digo sin mover los labios. A huevo, Bernardo. Y brindo por Majidi Majid, por ese poema llamado Los niños del cielo...

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