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México D.F. Miércoles 10 de septiembre de 2003

Leonardo García Tsao

Mexicanos en y según Hollywood

Toronto. Por lo general, un director que debuta de manera notable genera una expectativa sobre su siguiente película, directamente proporcional a la decepción resultante. Eso le ha sucedido a Alejandro González Iñárritu con 21 Grams, su primera producción hollywoodense que, por su similitud con Amores perros, invita comparaciones tan desfavorables como forzosas. Una vez más, un accidente de tránsito -un atropellamiento, en este caso- une por azar la vida de tres personajes: la mujer (Naomi Watts) que pierde a su esposo y dos hijas, el profesor universitario (Sean Penn) a quien se trasplanta el corazón del primero, y el delincuente reformado (Benicio del Toro) que conducía el vehículo.

VinicioSi algo distinguía a Amores perros era su impulso narrativo, la forma en que las tres historias conectaban de manera orgánica -no comparto la opinión de que la segunda salía sobrando- sin perder su energía inicial. En cambio 21 Grams se siente demasiado fabricada. Nuevamente la narración da saltos en el tiempo, pero esta vez actúa en detrimento de la historia. La película muestra su mano muy temprano en el juego, volviéndola previsible. Uno incluso imaginaría que la historia cargaría mucha más tensión dramática contada de manera lineal.

Aquí todos los personajes sufren la mortificación de la culpa. Pero ese subtexto católico se manifiesta de manera más incómoda en unos apuntes de moralina que ahora sí son explícitos. El guionista Guillermo Arriaga ha pretendido una intención metafísica -el título alude al peso que todo ser humano pierde al morir- que no se cumple en un planteamiento que peca de simplismo, a pesar de lo rebuscado de su construcción. Si Amores perros tenía un pulso de vitalidad en cada una de sus escenas, 21 Grams late con un corazón artificial.

Sin embargo, no se trata de un desastre, sino de un proyecto que se queda corto en sus ambiciones. El director evidencia continuamente su ojo y sensibilidad -el accidente mismo está resuelto con sutileza ejemplar- y la dirección de actores es segura, confirmando la enorme expresividad de Watts. 21 Grams puede verse como un paso casi obligatorio en la evolución de un cineasta, mientras madura su estilo.

En cambio, el estadunidense John Sayles parece perdido en el limbo, por citar un título reciente de su cada vez más empobrecida filmografía. En uno de esos involuntarios giros de la misma moneda que ofrece un festival, se proyectó también Casa de los Babys, la película dirigida por Sayles en nuestro país, bajo la producción del mexicano Alejandro Springall.

Aunque la película no precisa dónde transcurre su acción -quizá para no irritar a autoridad alguna-, se sitúa obviamente en Acapulco: varias mujeres extranjeras se hospedan en un hotel humilde mientras esperan que un procedimiento corrupto les otorgue un bebé en adopción. Sin ningún tipo de progresión dramática, Sayles confronta diversos estereotipos -la racista, la niña rica ingenua, la cristiana ex alcohólica, la supergringa new age, la neoyorquina sarcástica, etcétera- con un esquema y una resolución formal más propias de un telefilme que de una película de festival. Casa de los Babys desperdicia a buenas actrices como Maggie Gyllenhaal, Lili Taylor y Marcia Gay Harden, secundadas por las usuales apariciones fugaces del talento local -el imprescindible Pedro Armendáriz, Bruno Bichir, Martha Higareda- en un discurso trasnochado de gringo liberal. La mirada sobre la pobreza es tan condescendiente como de costumbre, rematada por la tesis ofensiva de que al niño tercermundista le quedan dos caminos: ser adoptado por una gringa neurótica, o sobrevivir en las calles recurriendo al crimen y el subempleo.

Por lo menos González Iñárritu desarrolla su película en Estados Unidos como podría haberlo hecho en México. Es decir, no trata de explicar o analizar la cultura gringa, sino contar una historia de resonancia universal.

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