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México D.F. Domingo 24 de agosto de 2003

Bárbara Jacobs

Por doscientos dólares

Todo mundo puede creerse poseedor de una historia increíble; inclusive, de la más increíble historia posible. Sin embargo, no todos somos capaces de escribirlas, por más que las contemos incansable y variadamente una vez y otra; o quizás por eso, porque las referimos, en lugar de sentarnos y escribirlas. Bueno, para quienes no lo sepan, puedo asegurar que escribir es más bien difícil y, si pretendes poner en palabras esa historia increíble, lo sabrás por ti mismo. Hay quienes por humildad o por falsa humildad, traducible en abuso desmedido, nacido de la ignorancia, pretenden que otro escriba por él, en calidad de fantasma, esa historia increíble que pasaría como suya. En fin. Mi propósito no es hablar del tema de las historias increíbles puestas en papel sino, solamente, intentar contar una que oí. No es de amor, pero sí de guerra.

Y es la que sigue. Supe de un idealista que un día dejó la casa paterna y el porvenir que le esperaba en una vida más que resuelta, cuando, en un bar de Manhattan, se encontró con un viejo amigo de la infancia que estaba regresando de un año de haber hecho periodismo en Moscú. Eran los años 30. Después de actualizarse en información sobre sus respectivas vidas, el recién llegado preguntó al otro qué pensaba hacer de su juventud. Y éste le contestó que, precisamente, esa noche se embarcaba hacia España, y que la copa que se tomaba era la última antes de partir a ofrecer su vida por una causa noble, o que, en otras palabras, ese era su proyecto de vida. ''ƑY el tuyo?'' ''Me voy contigo'', contestó entusiasmado, sin tiempo ya para ninguna copa, el otro.

Pues bien. Zarparon, y en un momento dado, ya perdidos de vista cada uno en su quehacer respectivo, les sucedió algo que probó lo pequeño que es el mundo, y más en un país destruido, pues se encontraron, con la guerra ya terminada, nuevamente en un bar. El reparto de desgracias y beneficios se estaba llevando a cabo en las cúpulas ensangrentadas del poder y, para entender la relatividad de los resultados, había que ponerse ya en un bando, ya en el otro. El que hubiera sufrido más desgracias que beneficios, hablaría mal de la guerra; y al contrario, al que le hubiera ido bien, hablaría bien de la guerra, a sabiendas, ambos, que, en el fondo, a todos les había ido mal y que quien asegurara que le hubiera ido bien, mentía.

Pero mi propósito no es, tampoco, hablar de la guerra ni hacer cálculos que lleven a entender la entropía a que conduce toda guerra, sino, insisto, únicamente seguir la pista de dos extranjeros que lucharon en un país ajeno y que, un buen día, al final conflicto, se reencontraron. En esta ocasión, entre copas, sin llorar, o por no hacerlo, su derrota, uno de los dos refirió al otro que, siguiendo una costumbre cuyo origen desconocía, donde quiera que se hospedara en un hotel, cosa que había tenido que hacer antes de incorporarse a la guerra, solía dejar entre las páginas de la infaltable Biblia que hay en todo buró de habitación de hotel, dos billetes de cien dólares para, al partir, tener la seguridad de que no saldría con los bolsillos vacíos. Pero que, en esta oportunidad, antes de integrarse a su brigada, debido a la emoción que lo invadía de estar a punto de ofrecer su vida por una causa noble, los había dejado olvidados. Rieron; quizás, de nuevo, por no llorar.

Reunidos todos los extranjeros y organizándose por países y rutas de regreso a casa, uno de nuestros dos neoyorquinos buscaba entre las filas al otro hasta que, en listas que repartían, se enteró de que por una bala perdida, su compañero había muerto.

Tras la conmoción del caso, el neoyorquino restante siguió su viaje de regreso a casa. En una escala, se vio en la necesidad de pasar la noche en un hotel. Alicaído como se encontraba, en doble duelo, podría decirse, sin pasar por el bar subió directamente a su habitación. Por no llorar (o Ƒpor qué iba a llorar? ƑPor la guerra perdida, por el amigo perdido, por estar él vivo, pero sin ilusiones?), hojeaba la Biblia en la mesita al lado de la cama. Y, por lo pequeño que es el mundo, sucedió que, entre las páginas, encontró dos billetes de cien dólares.

ƑLa pequeñez del mundo le aseguraba que eran los de su amigo muerto? En todo caso, Ƒqué iba a hacer con ellos? ƑBuscar a la familia del amigo y entregárselos a ellos? ƑO bajar al bar y bebérselos a la memoria del pasado, de las causas nobles, y de los buenos tiempos?

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