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México D.F. Domingo 24 de agosto de 2003

Carlos Bonfil

Marie-Jo y sus dos amores

En torno de Robert Guédiguian, cineasta francés radicado en y obsesionado con el puerto de Marsella, la crítica ha elaborado una pequeña mitología alimentada de lugares comunes. Su cine soporta varias etiquetas: regional, popular, artesanal, sentimental, militante. Es un poco todo eso, aunque de una cinta a otra el director se empeña en querer confundir las pistas. Hay, sin embargo, una constante: la elección de L'Estaque, un barrio proletario marsellés, como microcosmos donde transcurren sus comedias y melodramas, desde Rouge Midi (Rojo meridional, de 1984) hasta su cinta más reciente: Marie-Jo y sus dos amores. Otra constante: el recurso en 10 cintas a prácticamente el mismo equipo de actores y colaboradores técnicos, un espíritu de familia o cofradía, arroja una suerte de serie narrativa en la que el espectador tendrá que esperar y reconocer los mismos rostros y las mismas viejas tribulaciones sentimentales. Guédiguian intenta mantener viva la tradición de un cine popular francés, anclado en la provincia meridional, opuesto a la visión urbana dominante. El modelo sería la obra del escritor y cineasta Marcel Pagnol, autor de la trilogía Marius, Fanny, César, ubicada en la Marsella de los años 30. El director de Marius y Jeannette (1997) también afirma en varias de sus cintas su condición de militante de izquierda. Un militante sin embargo desencantado que rompe en los años setenta con el Partido Comunista al atribuirle el fracaso de la unión de la izquierda. En algunas de sus películas, en particular en La ciudad está tranquila (La ville est tranquille, 2000), el desencanto político es casi total (desempleo, inmigración, auge de la extrema derecha, apatía de militantes), en otras, el director se abandona a los riesgos del lirismo sentimental, al maniqueísmo político, e imagina sin originalidad un espacio vital rebosante de buenos sentimientos, En el lugar del corazón (A la place du coeur, 1998). Al cabo de esta trayectoria tan apasionada como dispareja, Marie-Jo y sus dos amores, su película más reciente, es a la vez una sorpresa y un desencanto.

Guédiguian toma aquí distancia con sus viejas obsesiones políticas, el tono es distinto, y al fresco social lo remplaza una mirada intimista. Una mujer (Ariane Ascaride) ama a dos hombres con pareja intensidad y vive el adulterio como una larga penitencia encaminada a la tragedia. La convención del trío sentimental (marido, amante, mujer infractora) sugiere, como aspecto más interesante, el retrato de una generación, la del propio realizador de 50 años, que se cuestiona sobre la permanencia de los afectos frente al desgaste provocado por la edad y la rutina. Por lo demás, la anécdota muestra la actitud de una mujer madura empeñada en proclamar su derecho a la plenitud sexual y afectiva, atrapada sin embargo en un dilema irresoluble. Marie-Jo no puede decidir cuál de los dos hombres (Jean Pierre Daroussin, marido; Gérard Meylan, amante) es objeto de un mayor entusiasmo amoroso, y tampoco admite tener que elegir entre los dos. Su reto consiste en querer incorporar, de algún modo, al amante a su familia, asumiendo los peligros de esa utopía liberadora. La propuesta pierde interés cuando la intensidad afectiva y la complejidad de la situación ceden paso al sentimentalismo en un manejo muy poco inventivo del melodrama. Muy lejos de Douglas Sirk, y sus derivaciones fassbinderianas, y más cerca del Claude Lelouch de Vivir por vivir -1967-, con Annie Girardot). Las afirmaciones de autonomía y protagonismo de Marie-Jo no bastan para despojar a la película de convenciones narrativas propias de una telenovela, con baladas sentimentales (France Gall, Serge Lama) que la protagonista canta con ojos humedecidos, un torrente de culpas acumuladas, y una voluntad de expiación cada vez más pesada. Los pleitos con la hija adolescente que no tolera el supuesto libertinaje de su progenitora ni el sacrificio de su padre, se vuelve un verdadero lastre narrativo, casi tanto como el recurso obsesivo al teléfono celular en la historia (como si no bastara su utilización en la sala). La película inicia con un tono de sobriedad y elegancia visual que el guión viene a desvirtuar por completo hacia la mitad de su desarrollo. Una idea, si no muy original, al menos sí arriesgada, opta por soluciones fáciles y lacrimosas. Por fortuna, Guédiguian es un buen realizador susceptible de ofrecer en el futuro mejores revelaciones.

Marie-Jo y sus dos amores se exhibe esta semana en la sala Julio Bracho, del Centro Cultural Universitario.

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