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México D.F. Jueves 7 de agosto de 2003

Olga Harmony

La puerta negra

Algo preocupante ocurre en provincia, cuando algunos teatristas deben venir a la capital a tentar suerte. A diferencia del director jalisciense Damiel Constantini y el dramaturgo austriaco avecindado en Guadalajara Werner Ruzicka, que para montar Aguanto los mismos cigarros pero no la misma mujer recurrieron a actores -y la escenografía- de la ciudad de México, mezclados con actores tapatíos (y yo espero que el buen resultado no los haga caer ante las seducciones del centro), el autor y director proveniente de Chihuahua Felipe Nájera prefirió un reparto totalmente capitalino, con la buena suerte de que para su ópera prima contó con tres excelentes actrices y un buen actor profesional. Es verdad que muchos, si no la mayoría, de nuestros mejores dramaturgos y directores han llegado, desde los lejanos años 40, de diferentes estados, pero se esperaría que las circunstancias hubieran cambiado en el más de medio siglo transcurrido y que esa República Teatral de la que todos hablan se hubiera consolidado de tal manera que los estados no siguieran expulsando a quienes tienen propuestas teatrales interesantes.

Entiendo que es extremadamente difícil hacer teatro en los estados, pero muchos seguimos guardando la esperanza -que se vuelve realidad gracias a los tercos teatristas de los estados, algunos de calidad, que insisten en quedarse en su lugar de origen- de que se siga el ejemplo de Oscar Liera, que logró dar presencia nacional al TATUAS con una obra que en la actualidad casi es inconseguible. Sus Obras completas, editadas por el gobierno de Sinaloa y otras instituciones, dormitan a saber en qué bodega y nunca se pusieron a la venta. En el disco compacto que Tomás Urtusástegui elaboró para la Sogem apenas se registran La gudogoda y El jinete de la Divina Porvindencia. Por ello es muy importante el tomo que acaba de editar El Milagro, junto al CNCA y el Fonca, con prólogo de Armando Partida -quien recopiló y prologó los dos volúmenes de las Obras completas- y un vívido relato de David Olguín del atentado que sufrieran los teatristas de Kúkara Mácara, que bajo el título general de Dulces compañías reúne la obra ya citada y Al pie de la letra, Bajo el silencio, Un misterioso pacto y Los negros pájaros del adiós. Desde aquí agradezco el envío de este volumen.

Volviendo a La puerta negra o Delgadina, cabría pensar que Felipe Nájera sigue los pasos de Víctor Hugo Rascón Banda, que en muchos textos, algunos de los mejores de su producción, nos cuenta historias de su natal Chihuahua. Pero Rascón Banda, desde su primera obra, Voces en el umbral, tuvo un muy certero manejo de los cambios de tiempo, lo cual todavía no logra Nájera, a pesar de que narra una historia que, si no original, sí resulta interesante porque registra la soledad de tantas mujeres en poblados muy lejanos de la sierra. La única posibilidad de salir de una situación familiar insoportable que pudieron tener las dos hermanas de la obra es el matrimonio. A Delgadina se le frustra y Rita lo logra, aunque su destino tampoco es envidiable. Aun cuando el conflicto que vivieron es muy predecible -lo que hace innecesarias las escenas retrospectivas-, ambos personajes están muy bien delineados, tanto como la madre, beata irredenta que cierra los ojos a lo que ocurre en su familia.

En una ingeniosa escenografía de Kathur y Alfonso Sánchez, con puertas y ventanas pendientes de cables sustentados en el telar (con lo que el descenso de la puerta frontal, en un efecto de dirección no muy feliz, embona del todo) y que recrea un hogar serrano, el dramaturgo y director realiza un trazo a veces muy frontal, pero eficaz en términos generales. La escena final es una de las más logradas de la obra, a pesar de esos feos lienzos de plástico que caen de las alturas. El peso de la escenificación recae en Ana Berta Espín, que logra todos los tránsitos y matices de Delgadina. A Zaide Silvia Gutiérrez le toca la difícil tarea de reaccionar en silencio ante la incontinencia verbal de la otra -muy comprensible por los años de soledad que ha tenido-, y Angelina Peláez, una de las mejores actrices de nuestra escena, en un pequeño papel muy por debajo de sus merecimientos. Javier Ruán, altivo y sobrio en su tarahumara Gabriel.

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