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México D.F. Jueves 31 de julio de 2003

Margo Glantz

El Cono Sur

Salí de México el 10 de julio rumbo a la provincia brasileña de Minas Gerais, famosa por sus ciudades mineras: Ouro Preto, Congonhas, Mariana, Tiradente, que produjeron el oro que se gastó en la Metrópoli y last but not least las extraordinarias esculturas barrocas del Alejandinho, el mulato leproso y, además, por los yacimientos de diamantes encontrados en Diamantina, una ciudad pequeña rodeada de cerros de pizarra, con edificaciones pintadas de blanco y azul intenso, coronadas de tejas luminosas como las piedras que le dieron nombre y ahora brillan por su ausencia.

Allí, todos los años, la Universidad Federal de Minas Gerais con sede en Belo Horizonte organiza un Festival de Invierno dirigido por el escultor Fabrício Fernandino: festival de música, artes visuales, teatro, literatura, con espectáculos, conciertos, exposiciones, palestras y oficinas. Cabe advertir que aunque las palestras evoquen luchas encarnizadas -Ƒentre gladiadores?- son solamente mesas redondas en las que se debaten los temas tratados en cada una de las oficinas, palabra que en portugués significa taller.

Invitada por la coordinadora de Literatura, la poeta y novelista Lucia Castello Branco, dirigí uno sobre narrativa mexicana, la de Nellie Campobello y Elena Garro. Debo confesar con entusiasmo irreprimible que pocas veces en mi ya larga vida académica he tenido alumnos tan inteligentes, brillantes, entusiastas y creativos que se fascinaron con la obra de esas narradoras y tradujeron con soltura y precisión fragmentos de sus libros, totalmente desconocidos en Brasil, un país que cabe subrayar cuenta con narradores extraordinarios como Machado de Assis, Euclides da Cunha, Guimarães Rosa, Clarice Lispector, para sólo mencionar unos cuantos.

Las iglesias son pequeñas y sus fachadas decoradas con balcones, lo que hace que parezcan casas; los sábados por la noche hay serenata, los músicos se instalan en los numerosos balcones y desde allí tocan sus instrumentos con lo que la ciudad entera resuena; las negras y las mulatas van, como en tiempos de la esclavitud, con turbantes, los muchachos en cambio usan gorros roqueros imitando a Eminem y caminan balanceándose como si estuvieran en el carnaval, meneo acrecentado por las lajas enormes de pizarra que pavimentan las calles que suben y bajan con precipitación: el aire es helado, transparente y azul como era antes el nuestro; la luna enorme, luminosa, como la de la vieja canción cangaceira donde se rememoran saudades. El arte popular variado, precioso y de factura perfecta: bordados finísimos sobre lino, colchas, cortinas y carpetas de crochet muy grueso, color hueso; estatuillas de cerámica que representan tipos populares de la región y animales domésticos; joyas de oro engastadas en coco y piedras semipreciosas muy bien labradas.

La comida es muy singular, elaborada con varios de los ingredientes que abundan en otras partes de América, como maíz, frijol, calabaza, y aderezadas con urucum, una semilla de color ocre rojizo; ensaladas de couve, una yerba verde oscura y de sabor metálico para acompañar a la fejoada, abundan la farofa y las legumbres con nombres sonoros y maravillosos, el gergelim, pronunciado yeryelim; una frutilla de bosque parecida a las zarzamoras llamada jabuticaba y el pan de queijo.

Ya en Belo Horizonte las avenidas están adornadas con árboles altísimos y florecidos que se nombran ipé: el ipé rosa, el ipé azul, el ipé amarillo, el ipé blanco, bordean la lagoa de Pampulha, cerca de la iglesia de San Francisco construida por Niemeyer, con frescos y mosaicos de Cándido Portinari.

La gente no sabe muy bien a qué atenerse con Lula, murmuran, va demasiado lento, Ƒno da color? Más grave aún es la percepción que se tiene en Chile del presidente Lagos, demasiado apegado a las ordenanzas del Fondo Monetario Internacional, en un país que se prepara para conmemorar en septiembre el golpe de Estado de Pinochet que ha dejado, como bien lo sabemos, marcado y mutilado al país, basta con ver a los generales que se pasean llenos de condecoraciones por la ciudad.

En Argentina, las cosas arden: los militares y sus defensores se han alebrestado con las próximas y posibles extradiciones: el chofer del taxi que me conduce al hotel opina que es bueno olvidar, para qué enconar las viejas heridas, dice; en la televisión, un debate -parece palestra-, ya es hora de que los argentinos vivamos en paz, vocifera el hijo de Antonio Bussi, el asesino de Tucumán que ganó inexplicablemente las elecciones; es un genocida, contesta airada Patricia Walsh, quien fue candidata a la presidencia de la República. Parece que ya vivimos en otro país, comenta una amiga a la que llamo por teléfono.

Apago la televisión, quizá mañana logre entender mejor lo qué aquí pasa.

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