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México D.F. Miércoles 30 de julio de 2003

Javier Aranda Luna

JEP y el antídoto contra la barbarie

Una de las pestes que ha padecido la literatura mexicana es el menosprecio. Podemos fecharla con relativa facilidad: surgió con los que fueron, quizá, los primeros poemas mestizos. Me refiero a la traducción de los poemas de Nezahualcóyotl que hizo Fernando de Alva Ixtlixóchitl en el antiguo Colegio de Tlateloco. Se criticó que fueran presentados en forma de liras una serie de poemas escritos en una lengua, el náhuatl, que carecía de rimas.

Pero esa peste no sólo atenta contra la literatura mexicana. La padeció Darío por afrancesado y un número considerable de escritores latinoamericanos condenados por la geografía. Sólo así me explico que hasta hace relativamente poco los poemas de Sor Juana empezaran a dejar de ser reliquias de académicos y eruditos de Europa y Estados Unidos y aún no se haya reconocido que el ''Dios no existe" de Ignacio Ramírez fue pronunciado siete años antes del nacimiento de Nietzsche, en 1837.

La globalización no ha disminuido esa calamidad. Aquí nos invaden libros de segunda importados de Europa y la obra de poetas, novelistas y cronistas nuestros, escasamente circula en las librerías del llamado mundo desarrollado. Por eso no me sorprendería que se ignore en las grandes urbes de occidente, que el poeta José Emilio Pacheco ha sido, a decir de Octavio Paz, el mejor traductor de los Cuatro cuartetos de T.S. Eliot a cualquier idioma. O que se desconozca que la poesía de Pacheco es una de las más representativas de la literatura contemporánea no sólo de México sino de Hispanoamérica.

Aunque José Emilio Pacheco se dio a conocer a los 20 años con un libro de cuentos (La sangre de Medusa), en 1957 ya era conocida su labor como poeta, traductor y crítico literario. Además, si uno revisara la columna Inventario, que comenzó a escribir en Diorama de la Cultura de Excélsior en 1970 y algunas de las últimas colaboraciones que hizo para la revista Proceso, podríamos darnos cuenta de la inmensa curiosidad cultural y literaria de este escritor. Sus columnas recogen poemas propios y ajenos, traducciones, fragmentos narrativos, ensayos y, sobre todo, una riquísima crónica literaria a la que nada le ha sido ajeno.

Pacheco sorprendió desde el inicio de su carrera literaria a grandes escritores. Mario Vargas Llosa al conocer su libro de poemas Los elementos de la noche, escribió en El Expreso de Lima, en 1964, que el joven escritor merecía figurar, desde ese momento, entre el grupo de autores como Alfonso Reyes, José Gorostiza y Octavio Paz, que han hecho de la poesía mexicana una de las más ricas y profundas de la lengua castellana.

Pese a elogios como el anterior, José Emilio Pacheco se considera hasta la fecha un aprendiz ''que no sabe nada de su trabajo y para quien cada página es de nuevo la primera y puede ser la última". Por eso, desde su primer libro de poemas y hasta los más recientes versos que ha publicado en forma de libro, continúa ''intentando" ser escritor. No es extraño que una cita de T.S. Eliot que dice: ''Para nosotros sólo existe el intento" anteceda la lectura de Tarde o temprano (poemas 1958-2000) y que cierre ese libro que reúne toda su producción poética con tres líneas escritas en forma de despedida:

 

''Fracasé. Fue mi culpa. Lo reconozco.

Pero en manera alguna pido perdón o

indulgencia:

Eso me pasa por intentar lo imposible.

El poema para él es un intento. Un lugar de encuentro con la experiencia ajena: el poeta, en realidad, da la mitad del poema. El lector terminará de inventar o no, el poema esbozado. Por eso escribe en una carta en verso dirigida a George B. Moore lo siguiente: ''No leemos a otros: nos leemos en ellos. Y eso es un milagro''.

Los temas de sus poemas son uno: el ya no más. El polvo que es el lenguaje universal de todas las cosas. Su estribillo es una obsesión que se llama lo perdido. Nada persiste ni se alza ''contra el viaje del día", cada minuto es diferente. Aunque renazca el sol ''las horas no vuelven".

Uno de los pocos escritores con los que habló Octavio Paz antes de su muerte fue José Emilio Pacheco. Recuerdo que una noche mientras Marie José, Octavio y yo revisábamos los libros calcinados de su biblioteca, entró una llamada telefónica. Era de José Emilio Pacheco. Hablaron largo: de amigos, claro, y de libros. También de editoriales como la famosísima Faber y Faber que ambos conocieron bien. Para concluir la conversación Paz alzó un poco la voz: ''No deje de cultivar, José Emilio, la flor de su pesimismo. Nos hace mucha falta". Al colgar me dijo: ''Espíritus como el de él nos ayudan; nos sacuden para mirar mejor". El pesimismo y la poesía de José Emilio son un antídoto contra la barbarie, un asidero cuando todo se derrumba.

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