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México D.F. Lunes 21 de julio de 2003

Hermann Bellinghausen

Rumbo al cruce submarino

Ante la oleada de calor denso contra la parte frontal de su cuerpo, Jaco piensa en los veloces amaneceres del trópico. Horas y horas de travesía en redilas lo hicieron casi delirar, sin más chance de sombra que la del sombrero, parados como cerillos unos veinte pelaos en pos de la frontera.

Va por su tercer cruce. El primero fue hace 15 años, por Tijuana. Facilito. Para la segunda entrada agarró cerca de Caléxico. El desierto era inmenso aquel día en particular, hará siete años, y Jaco creyó no librarla.

Esta vez pretende usar la técnica del submarino, que es nueva. Conoce los riesgos, de oídas. Desde que los güeros buscan quesque terroristas hasta bajo las piedras, correr y nadar la frontera se ha vuelto impracticable. Y su compadre Canuto Mejía qué tal, ya mero se asfixia de pollo rodeado de huacales y cajas, lona encima, un día entero estacionado frente a la garita. A él y sus acompañantes se les acabó el agua, venían preparados para irse pronto. Y ni modo de gritar por más. Canuto creyó que el silencio los iba a matar antes que la sed. Cuando por fin los pollos-como-sardinas sintieron rodar el camino debajo, sacaron aire de la nada y de milagro seguían respirando cuando el pollero los descargó en una granja al sur de Mojave.

Jaco mira con falso desdén las cruces de palo clavadas contra la pesada lámina a lo largo el río en la línia. Antes las plantaban en la ribera basurienta, pero ahora ya nadie podría verlas del lado de acá. Las acomodaron contra el muro, según el año. Son un chingo. La mayoría llevan un nombre escrito. Unas cuantas no, las de los desconocidos, que cuentan igual. Asomado por la ventana del taxi que lo conduce a las afueras, hacia la casa del enganche, comprende que Tijuana dejó de ser por dónde.

Nacido en tierras lejanas del sur, Jaco sabe de climas cabrones. De donde viene no trae sahuaros ni mezquites en el recuerdo, mucho menos biznagas. Allá llueve todo el año, y está tan acostumbrado al verdor que lo considera parte de sí.

-En este desierto hasta lo más verdes agarramos color de arena -dice. Descubre algo que las dos veces anteriores se le escapó: que el desierto es denso y retacado como las montañas de su trópico ingrato. En medio de la semi-nada de la brecha que conduce al "botadero de submarinos", como nombran la casa a la que va, Jaco se identifica con el paisaje: no es que no haya selva en el desierto, sino que es una selva al revés.

-Tierras, lo que se dice tierras, no alcanzan allá. Por eso se viene uno al jale -dice, y me hace sentir sociólogo al darme una explicación que no pedí ni necesitaba.

De entrada advirtió que no revelaría lo que sabe de la técnica. Me permite acompañarlo hasta la puerta de la casa de enganche. Nada más.

El viento hace rodar espinas ávidas de nuestros pantalones. Hay que irlas brincando. Me acabo de arrancar dos. Sacan sangre. A Jaco ni lo rozan, se nota que sabe caminar desiertos.

-Lo único que te quiero decir, mi hermano, es que con el submarino se la pelan los gringos. El bato que lo inventó se las trae, manda pelaos directito a Chicago y Salt Lake City sin contratiempo. La tecnología es japonesa. El ingenio, local. El bato es de Ensenada, pero se crió en el oasis de Mulejé, el condenado. Luego, de talonear en Silicon Valley aprendió ondas que parecen magia.

La casa de enganche parece aguardar al final de una explanada que la hace diminuta, coma solitaria en el paisajote de una página en blanco. Más que casa, es una entrada. Los muros, tejas y barrotes existen en función de la puerta de hierro. Toca, y abren. Me extiende su terregosa mano:

-A partir de ahora, el camino es subterráneo.

-ƑNo que submarino? -lo puyo.

-Allí está el truco de esta tecnología de punta y sin albures. El cruce es indoloro y se va como agua. Así que adiós y te cuidas en tu regreso a Tijuana.

Con los audaces uno se pregunta siempre si saben qué hacen. Pero a gente como Jaco uno bien puede otorgarles el beneficio de la duda. Si no, a quién.

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