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México D.F. Domingo 22 de junio de 2003

Guillermo Almeyra

Las tres revoluciones

La Revolución Francesa aún no ha triunfado. Los derechos democráticos, la solución al problema de la tenencia de la tierra, los derechos de los ciudadanos, no han sido todavía conquistados a escala mundial y el trabajo infantil y la misma esclavitud destruyen aún todos los días la vida de millones de personas. Esa es una revolución de la longue durée, de los tiempos largos, que pone todavía en el orden del día la conquista de la democracia social y la defensa de los derechos nacionales, como la autodeterminación de los pueblos, pisoteada por el bloqueo a Cuba, la invasión de Irak y de Afganistán y por las amenazas del gobierno estadunidense de ejercer su guerra preventiva cuando y como le parezca.

Por consiguiente, si se quiere preservar la civilización y oponer a esta modernidad otra diferente, es fundamental, por ejemplo, defender el derecho inalienable de Cuba a su autodeterminación e independencia y luchar por hacer real la revolución democrática que está amenazada por la contrarrevolución dirigida por el capital financiero internacional.

A esta revolución urgente se le une la necesidad de otra revolución, que se imbrica con ella y de ella deriva. Es la revolución cultural, la lucha contra la forma que en las conciencias adopta el poder de los dominantes, la alienación y el fetichismo que son básicos para el funcionamiento del capitalismo, la aceptación del Estado, la hegemonía del capital (entendida como introyección por los dominados de las ideas de las clases dominantes, aunque adaptándolas y modificándolas al hacerlas propias). Esta es una batalla que se libra en los cerebros y que tiene por objetivo conquistar terreno en la visión del mundo, de los Otros y de nosotros mismos, que todos tenemos, disputándoselo al capital. Esta revolución -que es evolución del nivel de conciencias, reconstrucción de identidad, conquista de libertad de pensamiento- es fundamental para la primera revolución, la "francesa", porque la democracia no es posible si se aceptan el caudillismo, el caciquismo, el mando vertical, el decisionismo, el autoritarismo, la infalibilidad de los dirigentes. La democracia exige iguales, requiere seres independientes, capaces de decidir, no súbditos ni objetos de las decisiones de los aparatos.

Ahora bien, esta revolución cultural no se produce en frío y gracias a un proceso de autoconciencia sino en la acción, individual, pero esencialmente colectiva, que a la vez disputa el poder en los hechos y cambia el poder en las cabezas, construyendo nuevas relaciones como fruto de una maduración en la comprensión de lo que el capital disfraza y oculta y como resultado de la experiencia con el Otro, que permite comprenderlo, respetarlo, enriquecerse con su Otredad, desarrollar solidaridad en vez del egoísmo, altruismo en vez del frío cálculo de las ventajas. Todo lo que lleve a la autodeterminación, a la autogestión, al desarrollo de la independencia individual y colectiva frente al Estado, frente al capital, a los partidos y a las fuerzas de la sumisión como la Iglesia, todo lo que desarrolle la individualidad en la visión y en la acción colectiva es por consiguiente esencial para dar una base firme a la democracia, cuyos límites tienen sus raíces en los largos siglos de ignorancia, opresión, resignación. Todo lo que, por el contrario, refuerce la dependencia de Salvadores, terrestres o celestiales, todo lo que hunda al ser humano en lo gregario o en la fe -es decir, la confianza ciega, acrítica, en un líder, una causa o una religión-, retrasa esta segunda revolución. Y hace imposible la tercera, la socialista, cuyas bases se apoyan en las dos primeras y que se sobrepone a las mismas.

El desarrollo, hoy, de experiencias de autogestión, de solidaridad, de ruptura con el mercado, de independencia frente a los organismos que aseguran la dominación, abre espacios a una revolución cultural pero también crea las bases morales, políticas y organizativas para nuevas relaciones socialistas. O sea, entre iguales, basadas en el pluriculturalismo y la pluralidad política, en la discusión, en la federación de comunidades libres que se opongan al aparato estatal central y, simultáneamente, sienten las bases de un Estado diferente, desde abajo hacia arriba, administrador de las cosas, no opresor de las personas. El socialismo no puede esperar a nacer en el Gran Día de una hipotética toma del poder central: nacerá en cambio de la conquista de otro poder, liberador, día a día, en las cabezas de la gente y en las relaciones entre las personas. Lo que impida este desarrollo (el mantenimiento de valores, métodos, formas de poder propias del capital, la brutalidad y la violencia de los aparatos, la expropiación de la capacidad de decisión, de maduración, de hacer experiencias, en nombre del verticalismo o del burocratismo sustitucionista) afecta a la vez la construcción de bases para el socialismo, la revolución cultural que lo hará posible e incluso la revolución democrática, porque mantiene en vida la impotencia, la resignación y el miedo imperantes durante siglos.

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