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México D.F. Miércoles 18 de junio de 2003

Luis Linares Zapata

Hora democrática

La sociedad mexicana y sus instituciones han llegado, un poco tarde y con vaivenes, al despegue democrático. La introducción de la ley para la transparencia ha dado inicio a la cuenta regresiva que más temprano que tarde habrá de contrariar el secular culto a la secrecía que sus elites han ejercido durante la larga oscuridad autoritaria en que se ha debatido esta nación en toda su etapa posrevolucionaria.

El arribo en masa de la sociedad a la toma de decisiones, a la discusión colectiva e informada de las ideas que habrán de guiarla, junto con la activa participación en los asuntos que le afectan, dependerá en mucho de la apertura que, de aquí en adelante, se logre establecer en sus organismos públicos. Y, por derivación ejemplar, en gran cantidad de entes privados, sociales, religiosos y hasta culturales que hasta hoy permanecen alejados de la atención y el escrutinio de los ciudadanos en sus diversas modalidades, sean éstos consumidores, lectores, socios, discípulos, creyentes, agremiados, pacientes, alumnos o cualquier otra de las muchas formas bajo las cuales los individuos se relacionan con ellas. Pero también enteros procesos y maneras de pensar, sentir y actuar de la sociedad misma tendrán que examinarse y puestos a penosa revisión. Estos sentires o ideas tendrán que ser renfocados desde una perspectiva diferente a la que hasta el presente ha sido usada para aceptarlas. Así, las actitudes, valoraciones o maneras de premiar, imitar, obedecer y castigar, pasarán a la báscula para medir su correlación con una vida en común más abierta e informada y que module o coarte al poder en cualquiera de sus formas y tamaños.

La polémica desatada en el interior del IFE es una muestra de las posturas de pensamiento que se debaten en estos confusos días electorales. En ese instituto, ejemplo de los logros de una larvada transición, se ha procedido a elaborar un reglamento acatando el mandato de la ley. Pero en él, amplios procesos de toma de decisiones o de investigación han sido puestos a resguardo temporal de la mirada pública, a pesar de los duros, realistas, fundamentados argumentos para rechazar tal formulación. Unos consejeros sostuvieron la tesis de mantenerlos así para garantizar mejores resultados, ecuanimidad, la apreciada imparcialidad del organismo para evitar convertirlo en actor estelar para que sea árbitro en las duras contiendas por el poder. Otros, en cambio, pugnaron por la completa apertura y por no imponer, desde los cubículos burocráticos, restricción alguna, no importando la materia bajo tratamiento, discusión o análisis. Así se posibilitará que la sociedad, alegan los que apoyan tan liberal como moderna manera de querer normar las conductas, además de estar informada sobre los distintos avatares por los que transcurren los procesos decisorios, se interese y participe en lo que se va gestando en el seno del organismo.

En el recuento final de los argumentos empleados, para inclinarse sobre una u otra tendencia, se pueden encontrar las diferentes maneras de comprender y apreciar las capacidades de los ciudadanos para procesar sus divergencias o para recibir materiales incompletos y ponerlos, por cuenta propia, en la debida perspectiva. Por estos meandros la íntima confianza (o su reverso) de los funcionarios públicos encargados de reglamentar el flujo informativo se trasmina en las opuestas visiones sobre el grado de madurez colectiva e individual de la ciudadanía, y de los distintos organismos que ha creado para su funcionamiento y desarrollo, como uno de los puntos neurálgicos del enfrentamiento en el IFE.

La misma sabiduría de la sociedad para contextualizar las partes de un todo que va conociendo a cachos es lo que se debate en realidad. Para decirlo de otra manera, lo que se juega es la formación y la madurez de la conciencia colectiva de la sociedad para discernir entre alternativas incompletas o indicios de verdades.

La manifiesta desconfianza en las capacidades de la sociedad para responder con serenidad a lo que puede inquietarla y hasta temporalmente desviarla de los cursos adecuados de juicio, de condena, de absolución o de asunción de responsabilidades, es una constante entre las elites del país, ya sean públicas, privadas, gremiales o pertenecientes a cualquiera de los variados cultos religiosos. Ello habla de sus reflejos protectores, de cenáculos tutelares que precisamente lo son por conveniencia o por tratar de disfrazar las propias debilidades y miserias al seguir, o sostener, tan descalificadores modos de apreciar o comprender a la sociedad. Posturas que han dado pábulo y cimiento a conductas autoritarias ya tan conocidas en el medio nacional de las altas esferas decisorias del país. Una costumbre tan arraigada como causal de múltiples errores de cálculo, de encumbramientos espurios de personajes, mandarines y sumos sacerdotes de torpeza inigualable, de rumbos equivocados y caros al interés general o, también, a tantos y cuantos recuentos de negocios hechos en la esparcida complicidad de las cofradías o la rampante corrupción de políticos y su contraparte en el empresariado.

De lo que se trata es de contar con organismos y ordenamientos que soporten y empujen la naturaleza pública de lo que público se concibe y crea. Y el IFE, sin regateos que valgan, es uno de esas entidades. Los partidos son otras, a pesar de la morbosa tendencia de sus liderazgos a conservar mucho de su accionar como asuntos de, para y entre iniciados. Hasta las iglesias deberían abrirse, aunque sea sólo para sentir que se transita a contracorriente de sus misterios, reservas, designios inapelables, obispos togados encaramados en púlpitos continuos y, al menos en lo que a la católica y romana concierne, con una incontenible tendencia a ocuparse más del poder que de las angustias y necesidades de sus creyentes, a quienes no les respetan su libertad de conciencia, que debe ser intocable y no patrullada con sus pobres y celestes argumentos.

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