Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Martes 18 de marzo de 2003
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Editorial
 
EL MUNDO, AMENAZADO

George Walker Bush, presidente de Estados Unidos no en virtud de un mandato popular democrático, sino a consecuencia de turbios enjuagues y manoseos poselectorales, emitió ayer un ultimátum de destrucción y muerte dirigido, en primer lugar, contra el gobierno de Irak y los habitantes de ese infortunado país árabe.

Pero entre los destinatarios explícitos o implícitos de la amenaza formulada por la Casa Blanca se encuentran, además, el Consejo de Seguridad, la Organización de Naciones Unidas en su conjunto, la legalidad internacional, la es- tabilidad económica planetaria, la alianza histórica entre Estados Unidos y Europa occidental, así como todas las naciones cuyo ejercicio de la autodeterminación pudieran en cualquier momento generar discrepancias con los gobernantes de Washington.

Cabe felicitarse, ciertamente, porque Bush no haya logrado en esta ocasión obtener la legitimación de la ONU para la guerra que lanzará en los próximos días contra Irak, pero al mismo tiempo resulta asombroso, indignante y alarmante que la comunidad internacional no haya sido capaz de poner alto a este designio bélico en curso, que es el más cínico, injustificado, irracional e ilegal, y que probablemente será el más destructivo y mortífero -habida cuenta de las capacidades de destrucción masiva de las fuerzas armadas estadunidenses- de cuantas guerras se han producido en las últimas décadas, incluyendo, por supuesto, la que encabezó Estados Unidos contra Irak en los albores de la década pasada.

Bush no tuvo empacho en inventar unos fantasiosos vínculos entre el régimen de Saddam Hussein y la red terrorista Al Qaeda; como esa construcción resultaba demasiado débil e inverosímil para ser pretexto de la destrucción de Irak, la presidencia estadunidense recurrió a las supuestas armas de destrucción masiva en poder de Bagdad, arsenal que jamás pudo ser documentado. Como el mundo, en su gran mayoría -y hasta una porción significativa de la población estadunidense- no creyó las "pruebas" sobre la existencia de esas armas -documentación que fue fabricada y divulgada por el Departamento de Estado-, Bush terminó por recurrir, para fundamentar su guerra, a justificaciones tan apartadas de la sensatez y la verosimilitud como la conveniencia de la sociedad iraquí y la necesidad de establecer un gobierno "democrático" en un Irak posterior a la hecatombe.

Así, sin un solo argumento para justificar la guerra, Bush exhibe ante la comunidad internacional, con una arrogancia obscena, propósitos de dominación geoestratégica, interés por apropiarse de los recursos petroleros de Irak y hasta inseguridades personales y ajustes de cuentas con la figura de su padre, el primer destructor de Irak.

En esta circunstancia extrema, con el Consejo de Seguridad paralizado, la legalidad internacional puesta entre paréntesis, la clamorosa opinión contra la guerra de las sociedades ignorada y despreciada, así como el estado de abulia hipócrita de las potencias que podrían servir de contrapeso a Washington, todos los países soberanos tendrían que verse en el espejo de Irak y preguntarse quién sigue.
 

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