Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Martes 18 de marzo de 2003
  Primera y Contraportada
  Editorial
  Opinión
  Correo Ilustrado
  Política
  Economía
  Cultura
  Espectáculos
  CineGuía
  Estados
  Capital
  Mundo
  Sociedad y Justicia
  Deportes
  Lunes en la Ciencia
  Suplementos
  Perfiles
  Fotografía
  Cartones
  Librería   
  La Jornada de Oriente
  La Jornada Morelos
  Correo Electrónico
  Búsquedas 
  >

Cultura
Margo Glantz

Roland Barthes

El lunes 10 se clausuró la exposición sobre Roland Barthes, inaugurada en el Centro Georges Pompidou el pasado 27 de noviembre. Exposición que no pude ver en mi viaje anterior, porque salí de Francia el 25 y pude afortunadamente admirar recién llegada a París este mes de marzo. Es una muestra intermedial, como se dice ahora: videos, películas, música, Internet, cuadros; un inmenso panel compuesto de pequeñas notas que ejemplifican la obsesiva, ordenada y a la vez creativa forma de trabajar de Barthes; además, cuadros de sus pintores favoritos, entrevistas televisadas, las pruebas de sus libros, los manuscritos y los mecanuscritos, sus correcciones, su biblioteca, fotografías familiares y personales, cintas grabadas, entrevistas con sus contemporá-neos, sus propios cuadros, la representación diversa de sus obsesiones, incluyendo los viajes y la música, porque también Barthes tocaba el piano.

La exposición es cronológica: Barthes empezó escribiendo sus famosas Mitolo-gías en 1952, en la revista Esprit, y luego, casi sin excepción, en Lettres nouvelles, revista creada por Maurice Nadeau en 1953. En una entrevista con un señor bajito y gordo (o por lo menos esa impresión dan su rostro y sus ademanes), Barthes explica el sentido de esos textos, se ve joven y alto, aún muy joven (nació en noviembre de 1915), guapo, las cejas delineadas y espesas, la boca grande, sensual; deja ver los dientes superiores, los de abajo apenas se adivinan, un poco desiguales, uno de los caninos protuberante, sus ojos muy vivaces, la nariz ancha y un poco torcida, como la de un boxeador (hace juego quizá con la de los luchadores que perpetuamente -mientras la exposición dure- realizan sus maniobras truculentas y reiteradas en la gran pantalla situada a la entrada de la sala), ambos, entrevistador y entrevistado, van vestidos muy serios, de traje, corbata y camisa blanca, como era costumbre entonces, ¡hace apenas 50 años!

No muy lejos, unos retratos de Barthes, especialmente dos dibujos a lápiz de Pierre Klossowski, el novelista y teórico del erotismo, se admiran, muy bien trazadas, las arqueadas y gruesas cejas, la boca repitiendo esa misma curvatura, la nariz desviada, la ancha y alta frente, las entradas del cabello, la agudeza de la mirada.

Barthes murió en 1980. Su forma de trabajar es fascinante, aún no existe la computadora, por lo menos no para él, pertenece a otra generación, antediluviana, una generación que ha desaparecido de la faz del planeta. Su letra es menuda, firme, pareja, revela un pensamiento riguroso, las correcciones y tachaduras casi simétricas, los apuntes se van organizando en pequeñas fichas rectangulares con anotaciones en otro color y enumeradas con lápiz rojo, sin embargo tenue, porque nunca impiden la lectura, la lectura de los manuscritos copiados a máquina con sus correcciones o la de los artículos publicados en revistas con añadidos y tachaduras, procesos que dan cuenta de una corporeidad que parece haber desaparecido por completo del ámbito escriturario, se antojan tan inverosímiles, tantálicos o literalmente semejantes al mito de Sísifo explorado por Camus, con quien Barthes sostuvo un enconado debate.

[La computadora aligera, facilita, pulveriza el trabajo intelectual. (Yo viajo ahora con una pequeña computadora Vaio -Sony-, desmontable, consta de dos piezas, con varios aditamentos, unos para quedarse en casa, otros para viajar, y cuando se viaja, desembarazada una de la mitad de la computadora, se puede cargar al cuello, a manera de collar, un pequeño aditamento de plástico azul (una especie de diente, o así se llama, el diente azul) que almacena 30 disquetes comunes y corrientes (¡a veces hasta 100!), los disquetes, esa técnica ya obsoleta en vías de desaparición para la cual ya no existe ningún lugar en el cuerpo mismo de las máquinas más nuevas, apenas un puerto (sí, así se llaman, puertos, puertos adonde llegan curiosas embarcaciones desechables). Cuando voy al cibercafé, donde leo mis correos, en la calle Notre Dame des Champs, en el sexto arrondissement, le enseño mi diente azul al encargado del lugar, me mira con asombro, me pregunta que dónde he conseguido ese extraño aditamento, ¿en Estados Unidos? No, contesto, peyorativa y triunfal, en México. Me observa, me ofrece de inmediato un sitio privilegiado, me sonríe, y ya instalada, procedo a mandar mi (esta) colaboración a La Jornada.) Para impedir que lo que se ha trabajado se pierda, en el caso remoto o no tan remoto de que el diente azul se extravíe o en el caso concreto de que se roben la computadora, uno puede tener además varios cd (o más dientes azules) estratégicamente distribuidos en diversos escondites en la propia casa o en las ajenas o de perdida en los cubículos universitarios, si uno tiene la suerte -o la desgracia- de poseer alguno.]

Roland Barthes se dedicó luego a la semiótica, escribió varios sesudos y a veces incomprensibles y hasta obsoletos tratados sobre las cosas más dispares, pero a la vez más coherentes, la moda, la retórica, la ópera, el teatro, la música, los viajes, los escritores, los castrados, en fin, la escritura, los textos, el texto que para él era ''...un cubo con facetas, un amasijo de decoraciones, una trenza, un encaje de Valenciennes, una pantalla televisiva, una pasta hojaldrada, una cebolla, etcétera".
 
 

Para Sergio Pitol en sus primeros 70 años, que hoy se cumplen

Números Anteriores (Disponibles desde el 29 de marzo de 1996)
Día Mes Año