Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Jueves 13 de marzo de 2003
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Cultura

Olga Harmony

Combate de negro y de perros

El teatro de Bernard-Marie Koltés es bastante conocido en México para el público atento. En 1996 se estrenó Roberto Zucco, en una coproducción del Instituto Nacional de Bellas Artes y el Festival Internacional Cervantino, bajo la dirección de Catherine Marnás, que fue la primera aproximación que tuvimos a la obra koltesiana, y que después fue editada por El Milagro junto a De vuelta al desierto, en sendas traducciones de Fabienne Bradú y Pilar Sánchez Navarro. Hemos visto En la soledad de los campos de algodón, en montaje poco memorable, texto que junto a Tabataba (que fue dirigida por Hugo Salcedo en Tijuana), en traducción de César Jaime Rodríguez, publicó el Centro de Artes Escénicas del Noroeste, AC. En ambas ediciones destaca el nombre de Carlos Bonfil como autor de las introducciones. Ahora, en traducción de Bonfil, se presenta Combate de negro y de perros en la segunda dirección que hace en nuestro país David Psalmon.

El texto parte de una anécdota muy sencilla sin que el autor pretenda hacer juicios, pero para mí los hace y el director los acentúa al presentar al peón negro, Alboury, en la figura del actor Gerardo Taracena, de recia presencia mestiza mexicana, sin disfrazarlo de otra raza, con lo que nos aproxima a la historia que igual pudo suceder entre nosotros con jefes y operarios extranjeros. Dar sepultura al hermano es un tema universal y clásico, que aquí también tiene visos de tragedia, así los que lo impiden sean tan pequeños y mediocres (los motivos lo son) como el jefe Horn y el ingeniero Cal. La intrusión en este medio de hombres solos de la ambigua parisina Leone crea nuevas tensiones y una acción paralela a la escueta anécdota, cuyos combates y enfrentamientos son, más que nada, verbales hasta el insospechado final.

Si Koltés escribió acerca de esa primera impresión que le produjo Africa, con el odio en los ojos de los negros separados por alambradas de los blancos y ''los guardias (que) se comunicaban con ruidos fantásticos emitidos por la garganta (...) Fueron esos ruidos de los guardias los que me decidieron a escribir esta obra", el punto de vista que tenemos los espectadores es, necesariamente, el de Alboury. La formación marxista de Koltés (aunque haya abandonado toda militancia) y los ecos de la guerra de Argel de su infancia, lo ubican del lado de los más oprimidos, los que pueden o no conjurarse para tomar venganza.

Philippe Amand diseña esta vez una escenografía muy sencilla, que reproduce varios espacios en que se contaminan los internos con los externos, a excepción del cuarto de Leone. En ellos Psalmon realiza su trazo, casi siempre sin desplazamientos, más atento a la palabra que al movimiento, con los largos parlamentos apoyados en el tono gestual que da a cada uno de sus actores. Carlos Cobos como Horn mueve los brazos en sus intentos de convencer, mientras Gerardo Taracena, casi inmóvil, se le enfrenta como Alboury en abierto contraste. El Cal de Moisés Manzano se mueve más, se agita en los largos juegos de dados, rompe el inmovilismo en su juego sexual con Leone. Esta, encarnada por Norma Angélica, tiene extraños amaneramientos, un poco la fingida idea de la feminidad en un campo de varones, tan irreal como su personaje que resulta el más intrigante -nunca sabemos la razón de que haya ido a Africa al llamado de un hombre que no ama- en su deseo de entenderse con el otro, el negro, de la única manera en que sabe aproximarse. El vestuario de Estela Fagoaga y el diseño sonoro de Julián Plascencia y Gerardo Tagle, así como los efectos especiales de Alberto Pineda y Citlalan apoyan el montaje de este difícil texto que devuelve al teatro universitario su lugar de experimentación y búsqueda.

Dar cabida a nuevas experiencias es un riesgo siempre presente. Así ocurre con La Gruta, que presenta El hombre partido supuestamente de José López Velarde en dirección de él mismo. Es una primera dirección poco afortunada, pero lo peor es que se trata de una mala versión de El vizconde demediado, de Italo Calvino, en la que no se da crédito al autor italiano. Se me dice que no es plagio, sino temor a problemas con los derechos de autor, lo que demuestra la novatez de López Velarde, quien debe hacer algo para remediar ese desaguisado.

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