Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 9 de diciembre de 2002
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Economía

León Bendesky

Reflejos

A última hora, cuando es inminente la apertura de prácticamente todo el comercio agrícola en el marco del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), se ha puesto sobre la mesa el efecto adverso que significa para los productores. Como si fuese un hecho fortuito, como si ocurriera por sorpresa, y ya sin tiempo para aplicar políticas de apoyo a la producción y sin recursos públicos para hacerlo, pues hemos hecho de la austeridad presupuestal virtud económica y política. La desigualdad productiva y financiera del campo mexicano frente al de Estados Unidos es enorme y en ese entorno funciona el mercado, aunque no tenga nada que ver con el sentido mismo en que se funda la apertura: su libre operación.

El mercado agrícola regional se ha ido abriendo desde hace muchos años y ahora se aproximan las fechas pactadas en el tratado que harán válido lo estipulado, aunque en la práctica las importaciones mexicanas de productos aún protegidos rebasan las cuotas que se habían fijado.

El mercado se abre, pero no se libera, y no deben confundirse esas dos cuestiones. Una cosa es que no existan aranceles para la entrada de los productos, o sea, que las fronteras estén abiertas, y otra, muy distinta, que la competencia entre los productores en el mercado sea equitativa. Esta última condición podría incluso admitir las diferencias de los recursos naturales entre las naciones, que les permite producir unos bienes y no otros, y hasta caben las diferencias productivas basadas en las dotaciones distintas de capital y trabajo.

Pero el mercado libre no soporta las grandes diferencias en el proceso de la formación de los precios que tienen que ver con los apoyos y subsidios que en grandes cantidades reciben los agricultores de Estados Unidos, y que significa una ventaja adicional a la que surge de la mayor productividad.

Según datos de la OCDE tan sólo los apoyos al productor son 20 veces menores en México y 14 veces más bajos los que se dan por hectárea cultivada. En este caso se trata de mercados intervenidos, en total discordancia con el discurso liberal que prevalece; se trata de una ficción, ya que la competencia es desigual y no puede haber una tendencia a que las condiciones en el mercado vayan hacia la convergencia y a un intercambio positivo para las partes.

Cuando se negoció el TLCAN se conocían perfectamente las condiciones relativas de la producción y los subsidios entre las partes, y se conocía también la dinámica que seguiría el proceso de producción y de intercambio comercial en la agricultura. Incluso la reforma del artículo 27 de la Constitución no provocó los aumentos decisivos de la inversión privada en el campo. El sector agrícola en sentido económico y social se sacrificó en el tratado y eso lo señaló expresamente el presidente Salinas. Una quinta parte de la población ocupada del país, alrededor de 8 millones de personas más sus familias, están en el campo y sólo generan aproximadamente 5 por ciento del producto total, las condiciones de productividad con las que opera la mayor parte de los campesinos son muy bajas, así como sus ingresos. Esto ocurre en un entorno de largo deterioro de las condiciones de producción y de vida de los productores y en el que, además, se han ido desmantelando las estructuras institucionales para organizar el sector, ya sea en el terreno del financiamiento, de la comercialización y de las inversiones en infraestructura. En ello hay elementos grandes de ineficiencia y de corrupción, y de intereses políticos, pero también una visión ideológica y técnica que se ha sostenido firmemente con respecto a la funcionalidad de la producción agrícola. En esto no hay engaño, se ha hecho de modo abierto y documentado.

El TLCAN no es el creador de la crisis agrícola; el origen está en el modo en que opera esta economía y en las políticas que se han aplicado durante más de tres décadas. El tratado está validando la crisis del campo mexicano y el escenario previsible es bastante lúgubre en un modelo económico donde no hay crecimiento sostenido y se reproduce la pobreza. No hay en el horizonte posibilidad de liberalización efectiva del comercio agrícola con Estados Unidos, aunque la apertura se haga total. Ese país no va a renunciar a sostener a los productores agrícolas por razones económicas y sociales, por causas de interés nacional, como tampoco lo harán Europa y Japón.

Los reflejos políticos de esta sociedad están atrofiados. La capacidad de reacción ante los conflictos y los problemas que se enfrentan es tardía e insuficiente, lo que acarrea fuertes costos y una pérdida prácticamente completa de cualquier visión estratégica del desarrollo nacional.

Durante 10 años, desde que se firmó el tratado, no hubo una política consecuente para ir adaptando al sector a los términos de la competencia: se tapó el sol con un dedo, lo que es una enorme irresponsabilidad de parte del gobierno y de las organizaciones campesinas de tipo corporativo, y es parte de la simulación política y social que existe en el país.

No hay blindaje posible contra las fuerzas del mercado agrícola, no hay cabida para replantear los términos del acuerdo, no hay políticas para reordenar la actividad agrícola y en 2008 se cumplirá otra etapa de lo que se negoció para el campo.

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