Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 7 de diciembre de 2002
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Política

Ilán Semo

Misoginia y crimen

Las primeras migraciones de mujeres que llegaron a Ciudad Juárez en busca de trabajo en esas empresas que brotaron como hongos a lo largo de la frontera con Estados Unidos, las maquiladoras, datan de la segunda mitad de los años 80. En su mayoría, eran mujeres jóvenes que provenían de los más diversos confines del país. Las había de Zacatecas, Oaxaca, Michoacán, incluso de Yucatán. Al igual que los hombres, habían emprendido la marcha hacia el norte atraídas por las posibilidades de un buen salario, una vida digna, acaso algún patrimonio y, por qué no, la esperanza de un futuro mejor. A diferencia de ellos, que llegaban para buscar fortuna en el campo o en las ciudades de Estados Unidos, ellas debían resignarse a un porvenir más inmediato. La frontera cifraba no el punto de partida sino la estación de llegada.

Ciudad Juárez era una ciudad, digamos, normal, si por normalidad se entiende la aceptación resignada de las patologías que colman las ciudades fronterizas: hacinamiento, violencia, zozobra, desamparo, desolación. Era también uno de los sitios de vanguardia en el afán de democratizar la sociedad mexicana. Pocos como el movimiento civil de Ciudad Juárez hicieron tanto por desmantelar el poder monocolor que rigió al país durante décadas. La población femenina de la ciudad creció súbitamente en tan sólo diez años. Algunas de las jóvenes llegaban por pie propio; la mayoría eran "enganchadas" por contratadores encargados de proveer a las maquiladoras de una "fuerza de trabajo dócil y de bajo costo", según se puede leer en uno de los manuales pedagógicos que educan hasta la fecha a los gerentes de esas empresas. (J. Romero, Maquiladoras, 1998)

"Trabajo de bajo costo" significa para una obrera en Ciudad Juárez un salario que alcanza para hacinarse en un cuarto con otras cinco mujeres, que comparten con otras 15 un baño y una cocineta, un par de prendas de ropa al mes, un telefonazo de vez en cuando al pueblo de origen, una salida al cine cada cinco semanas y el pago del transporte. El eufemismo de la "docilidad" es más terminante aún. Si se recuerda, el programa de las maquiladoras estuvo inspirado, como toda la política económica oficial, en crear condiciones para facilitar el ingreso de la inversión extranjera.

En Ciudad Juárez, esta abnegada tarea devino en un régimen de "exenciones": exención de impuestos, de controles sanitarios, de inspectores, de derechos laborales y prestaciones sociales, de vigilancia policiaca, de alumbrado para proteger a las trabajadoras de los turnos nocturnos, exención de garantías civiles y exención de la mayoría de los derechos que consagra la Constitución.

"Docilidad" significa aceptar simple y resignadamente este orden. Así, uno de los mayores aparatos productivos del país se transformó en un territorio de excepción: no sólo un territorio fuera de la ley sino carente de instituciones mínimas, de redes sociales y familiares de autoprotección y de principios tradicionales de solidaridad (que velan por la mínima sustentabilidad de pueblos y comunidades tradicionales). En rigor, la modernización propiciada por el salinismo lanzó a esta franja de la clase obrera, en Ciudad Juárez fiel a su género femenino, al régimen que tenía en los obrajes del siglo XVIII, sin las compensaciones que otorgaban las comunidades tradicionales de aquel entonces.

La otra industria que surgió en los mismos años en Ciudad Juárez fue la del narcotráfico. Centro de uno de los cárteles más poderosos del país, las narcoindustrias hicieron de las instituciones públicas un simple apartado más dentro de sus extensas nóminas. Juntas, la impunidad del narcotráfico y la de las maquiladoras, dos poderes esencialmente globales, transformaron a esa ciudad en una capital (también global) de la misoginia y el crimen.

En los últimos ocho años, varios centenares de mujeres han sido vejadas, violadas y asesinadas. Sus cadáveres han aparecido poblando las arenas del desierto como símbolos de un territorio tomado por las fuerzas sumadas de la versión más radical que pueden adoptar las industrias de la misoginia: el feminicidio. Sergio González ha registrado este infierno de manera conmovedora y dramática en un libro que cifra uno de los documentos indispensables para descifrar el fin de siglo mexicano. Más que una crónica, un ensayo etnográfico, una historia o un examen sociológico, Huesos en el desierto es todo a la vez: un género nuevo, inédito, guiado por la fuerza y el oficio de un extraordinario prosista. Oficio quiere decir esa rara habilidad para mostrar todos los rostros del terror imaginables en un breve cuadrante fronterizo. En sus páginas, lo inefable adquiere la dimensión del límite, y el terror cifra el mapa de lo posible cotidiano. Sergio González nos guía de la mano por los círculos de los páramos infernales de Ciudad Juárez, esa otra fábrica de la modernidad mexicana tan invisible en los terrenos de la simulación mediática: las redes ocultas que unen al narcotráfico con las autoridades, las orgías holocáusticas de los gangs, la pornografía que incluye a la muerte real como espectáculo, el satanismo en busca de doncellas, la destrucción del cuerpo femenino en sus variantes más perversas y aterradoras. También es una etnografía radical de los saldos de una política que en aras de facilitar la "libertad de empresa" y la "apertura" convirtió a Ciudad Juárez en un cementerio nacional.

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