Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 28 de octubre de 2002
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Cultura
Hermann Bellinghausen

Recados para un pintor

En su taller. El lienzo, el papel, la tablilla, páginas incesantes para prosecusión del siguiente dibujo, la próxima tinta, el molde tallado, el óleo en ciernes, o su reconstrucción radical porque te estaba quedando asqueroso.

Recapacita, Toribio, no eres ningún Picasso al que todo le sale bien. La mitad va de aquí derecho al basurero. La otra pasa a habitar las espaciosas bodegas de tu ansiedad acostumbrada. Tori, ¿qué haces? Deja esa botella, es temprano. Fúmate otro cigarro. Saca las acuarelas, han de estar agrietadas, rato hace que no las usas. Con tantita agua que les eches.

De momento, tu economía está a flote. Vendiste con las Íñiguez tu serie de Penachos y Aureolas. Bien sabes que era predecible, pero la galería vendió todas las piezas. Desde el principio, la mayor de las Íñiguez dijo: "son muy comerciales". Van con la moda de querubines y haditas, y peor ahora que hasta Peter Pan tiene segundas partes. Asqueroso.

No te engañes: las Íñiguez tienen por clientela a puros ricos ignorantes, felices de tragarse tu mierda. Pero tampoco hagas drama, quién no se prostituye alguna vez. Quita esa cara.

Piensa que hoy nadie te espera. Nadie cuenta con que pintes o dibujes, o produzcas una de tus fingidas instalaciones. Siente este alivio: de momento, no existes para nadie. ¿Qué se te ocurre? ¿Nada?

Buscas las llaves. ¿No las encuentras? Tu reloj, ¿qué? Ándale, ya tienes con que distraerte. ¿En qué ibas? Sí, tus pinceles de crin. Mójales la punta. Tan suave al tacto el bambú de su espina dorsal. El trazo de una campana. Repica indignada. Se junta una masa de cabecitas redondas. Trázalas de prisa, no vaya a faltarte ninguna. Tendrán rostro, una por una. Escogiste una técnica difícil para el detalle, pero la fuerza inyecta los rostros que mira qué fácil te salen del pulso. Olvídate de Orozco, Grosz, Ensor, de todas las barcas de Medusa. Olvídate de ti mismo.

Las figuras no descansan. Antorchas. Bocas. Sacaste grises del negro. Felicidades. Ahora un poco de carmesí crudo. Destellos blancos en las lanzas. Parece mural.

Ya estuvo, Toribio. Ya cálmate. Cambia la página. Sácales punta a los lápices. Si quieres, ahora sí, échate un trago.

En el puerto. En un arrebato de aire desquiciado, propio de éstas ciudades junto al oceano, tres gaviotas extraviadas se confunden con las cien palomas que, con todo derecho, acuden al palomar. Tejados de madera. Casas claras como torres de barco antiguo. En tierra de goletas, todo recuerda las construcciones antiguas de ultramar.

Es el escenario menos frío y grasiento que pudiste hallar al sur de Groenlandia. Mucha tela de dónde cortar, el paisaje. Entre mejor derritas la grasa del animal que cazaste en las olas, tu carne será más magra, correosa como aquella en tus tiempos de ajenjo, belladona y flores del mal.

Quizás por ser joven antes, así de mal te podías llegar a ver muy bien. Mientras conservaras estilo. De los pitidos del barco, ey, no hagas caso. Concéntrate. Tranquilo. No se atreverán a partir sin ti.

En su morral. Te resistes. No pretendes pintar nunca tu obra maestra, el ideal de cualquier artista ideal. Claro, a cada rato piensas: "cuando la pinte". Tendrás tu Jauja agradable, crees, uno día de estos, no lejos del fin del mundo si es necesario.

Has visto a tantos pintarla, o hacer como que la. Luego se pasman, pobres. O la llevan a cuestas. Lápida. Rasero. De ahí para abajo eres un fracaso. Además, si el público existe y se entera (lo cual es el mayor peligro de pintar una obra maestra), capaz que te premian y becan, te secuestran hasta marearte. El síndrome del campeón. No quieres ser el Púas Olivares, ¿verdad?

En algún sitio puede que encuentres una mujer que te prometa que estará contigo cuando pintes tu obra maestra. Siente bonito, pero no le creas. No porque te esté mintiendo, sino porque sospechas que no te darás cuenta.

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