Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Viernes 11 de octubre de 2002
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Cultura

Olga Harmony

Después del terremoto

El melodrama es un género muy seductor para el gran público. Una tearista de tan larga trayectoria como es Rosenda Monteros trata de dignificarlo con su montaje de La casa de los siete balcones, de Alejandro Casona, escenificado según las reglas del género, lo que es una propuesta válida aunque para algunos, entre los que me cuento, ya resulte un tanto anticuada, a pesar del excelente momento que tiene Rosenda en su escena del final, de los titubeos de su protagonista -mezcla de Rosita la soltera y Blanche Dubois- en que la percibimos en toda su patética indefensión, desprovista ya de la galanura de que ha hecho gala durante toda la obra. Quizás la clave para actualizar el melodrama consista en interiorizar las actuaciones, tal como lo hizo la actriz y directora en ese momento, para que llegue a conmovernos.

Si el dramaturgo español recurrió a la visión melodramática para, simplemente, hacer teatro, un dramaturgo mexicano y contemporáneo como es Carlos Olmos no desdeña recurrir a muchos elementos de ese género para construir una gran metáfora en la que imbrica muchos subtemas. Así, no importa que algunas de las sorpresas que se nos reservan hacia el final sean totalmente previsibles y ya utilizadas en otros textos, muy dignas de alguna telenovela -a las que la escritura del autor no es ajena- porque propician una serie de reflexiones más allá de lo anecdótico. El derrumbe de ese edificio de interés social durante los sismos de 1985, propiciado por la mala calidad de la construcción que se pudo llevar a cabo por los conocidos contubernios entre autoridades y contratistas, como tantos otros, es el derrumbe de un modo de entender la política que propicia cambios que todavía no ven sus mejores logros.

Los personajes de la obra, si bien se lamentan de la extendida corrupción que los hace perder su escaso patrimonio, no muestran su inmediata solidaridad con los vecinos que pueden verse en el mismo caso, sobre todo ese monstruo de egoísmo que es Lupe, quien hace alguno de los muchos chistes de los diálogos al advertir a quien tose a lo lejos que no hay sitio allí para nadie más. Lupe es el prototipo de la doble moral religiosa, que disfraza de abnegación su verdadera naturaleza y el alcohólico y fracasado José, con sus furtivos encuentros homosexuales, es la víctima de una historia que empezó antes de su nacimiento. Pienso que el verdadero tema de la obra es el de la maternidad, la idealizada por la ausencia física y la cotidiana llena de asperezas por la convivencia.

El escenario planteado por Gabriel Pascal es el de la destrucción misma, con los dos personajes atrapados y sin poder moverse entre cascajo y grandes locas caídas. Mauricio Jiménez empieza su montaje con una larga partitura de la música de Gabriel Casanova entremezclada con los ruidos del desplome, mientras el humo y la tierra envuelven el escenario. Después, el ritmo muy lento y quejumbroso de los actores en oposición a la mordacidad de los diálogos busca un efecto no siempre logrado, aunque sea muy evidente el propósito del director de marcar contrastes, tanto rítmicos como de modos de ser de los personajes, dura y fuerte Lupe, lamentoso el beodo José. La aparición de Mayra y su número musical da vivacidad a la escena que después regresa, aunque menos lento, al tono anterior, y en el que el actor ya se arrastra, porque se puede mover cuando sueña, lo que rompe la monotonía con sus cambios de posición veladas por el humo, lo que se aúna a los desplazamientos de Mayra, cuyo vestuario, diseñado por Adriana Olivera y su maquillaje diseñado por Pilar Boliver, dan vida al gris escenario.

Ignoro si es por el texto o por la dirección, pero nunca sentimos la tensión de la espera ni la compasión por los vecinos que se quejan, aunque los diálogos entrecruzados del final con el llanto del niño -en cuerdas de violín que rechinan- estén logrados.

El final es digno de la imaginería de este director que aquí realiza un trabajo menor a otros que se le conocen. Pero uno de los motivos de regocijo es el regreso de Delia Casanova, que demuestra, una vez más, su potencial de actriz junto a Esteban Soberanes como José, un tanto monocorde, y Avelina Correa como la vivaz Mayra.

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