Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Viernes 11 de octubre de 2002
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Política

Horacio Labastida

Nacionalismo mexicano y fundamentalismo

En la medida en que el capitalismo trasnacional extiende sus poderes económicos y políticos entre las naciones que no se deciden a romper las estructuras de dominación y orientar su desarrollo por vías liberadoras, en el grado en que la sujeción a las metrópolis del dinero se infiltra entre los pueblos, sufriendo éstos consecuencias dolorosas por la miseria que agobia a las mayorías y agudiza los sentimientos de impotencia e ira ante una situación cada vez más insoportable, en las regiones humilladas aumenta la resistencia contra el extrañamiento que se les impone, acudiendo, para solucionarlo, a los valores que constituyen su nacionalidad, porque en éstos hay recursos que las tonifican en el propósito de eludir un destino aparentemente ineludible.

Plantéanse de esa manera los problemas inherentes a contradicciones fundamentales de nuestros días. Los intelectuales, artistas y ciudadanos estadunidenses que expresan sus protestas contra la política militarista y hegemónica de la alta burocracia del Tío Sam, particularmente la de los últimos 21 años, o sea, el periodo que va de Ronald Reagan al actual presidente, George W. Bush, acentúan valores nacionales estadunidenses antagónicos al despotismo imperial ensemillado en el Destino Manifiesto desde que James Monroe hacia 1823 lo definió conjuntamente con su secretario de Estado Adams, en el discurso dirigido al Congreso conocido hoy con el nombre de Doctrina Monroe.

La antinomia entre esos ciudadanos e intelectuales y el jefe de la Casa Blanca pone de manifiesto la incompatibilidad de los ideales connotados en la Declaración de Independencia (1776) y la posterior Constitución federal de 1787, con la opresión guerrera que exaltan los políticos fundamentalistas estadunidenses, pretextando el aniquilamiento de un terrorismo que cada vez huele más a petróleo y al entronamiento de una plutocracia planetaria. El dogmatismo del senador McCarthy de los años 50 se quedó chico frente al actual totalitarismo que impulsa la Casa Blanca. Pero lo cierto es que Bush no está hablando en nombre de su pueblo. Otra vez chocan entre sí las dos democracias opuestas: la del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, de Abraham Lincoln (1809-65), y la elitista y empresarial de los que mandan en Washington, cuyas proyecciones ideológicas y propagandistas impulsan con fuerzas subliminales y no subliminales el aniquilamiento de la conciencia nacional por la vía de suplantar con instancias favorables al globalismo de los monopolios multinacionales, los elementos históricos que sustancian la identidad nacional de los pueblos soberanos.

Entendámoslo con claridad. En nuestro siglo xxi y de manera nítida hay dos globalismos. Uno se finca en la explotación de los débiles por los poderosos, purgando los derechos de autodeterminación de los primeros y propiciando el aniquilamiento de su ser nacional. El segundo niega la globalización opresora y propone en su lugar acuerdos interpares de los pueblos, de modo que la globalización sea liberadora y no coercitiva de la voluntad soberana. Esta es la posibilidad de lograr cooperaciones constructivas y no la destrucción de la historia.

En México hay una profunda convicción que objeta las banderas dogmáticas de la actual administración estadunidense. El están conmigo o contra mí del presidente Bush es proclama intolerable para quienes fincan su convivencia en la realización de una civilización libre y justa, según el pensamiento de Lázaro Cárdenas expuesto durante su toma de posesión de la Presidencia (primero de diciembre de 1934). Los grandes movimientos de nuestra historia han cristalizado en el conjunto de paradigmas que nos dan sentido y configuran nuestra existencia. La Insurgencia nos definió como república soberana y justa. Nos hicimos laicos y respetuosos de las garantías individuales en San Pedro y San Pablo y con el Constituyente de 1857. Juárez y Estrada nos mostraron la trascendencia del respeto al derecho ajeno y de la no intervención. Y la Revolución nos abrió las puertas de la autonomía frente a la heteronomía expoliadora.

Conclusión: los mexicanos no admitimos las verdades reveladas de autócratas o plutócratas ni creemos en civilizaciones excluyentes de la dignidad del hombre. Negamos además los fundamentalismos religioso, económico y político. Así es nuestra conciencia nacional.

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