Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Viernes 9 de agosto de 2002
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Editorial
 
IRAK: LA GUERRA QUE VIENE

SOLDe acuerdo con todos los indicios disponibles, que son muchos, el gobierno de Estados Unidos ha tomado ya la decisión de lanzar una agresión militar en gran escala contra Irak. En las oficinas de la Casa Blanca, el Pentágono, la Agencia Central de Inteligencia y el Departamento de Estado, la discusión no se refiere emprender o no esa aventura bélica, sino a el momento apropiado para hacerlo, así como la extensión de la coalición internacional que habrá de conformarse como pantalla diplomática para el nuevo arrasamiento del país árabe.

Las justificaciones del gobierno de George W. Bush para este nuevo ejercicio de destrucción y muerte son pueriles. Por un lado, y a raíz de los atentados del 11 de septiembre, el actual ocupante de la Casa Blanca inventó la existencia del "eje del mal", supuesta colección de regímenes que apoyarían al terrorismo internacional, entre los cuales incluyó a Irán, Corea del Norte y el propio Irak. Tal alianza es, por supuesto, pura ficción. De hecho, los principales acusados por la criminal agresión contra las Torres Gemelas y el Pentágono, Osama Bin Laden y su red Al Qaeda, tenían su respaldo principal en el derrocado gobierno talibán afgano, pero también en las autoridades de Pakistán y en la casta gobernante de Arabia Saudita; es decir, en dos aliados tradicionales de Estados Unidos en la región.

Por otra parte, los halcones de Washington, encabezados por el vicepresidente Richard Cheney y por el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, así como el propio Bush, han esgrimido la supuesta amenaza del desarrollo, por parte del gobierno de Bagdad, de armas de destrucción masiva, y argumentan la necesidad de derrocar a Sadam Hussein antes de que éste logre hacerse de bombas atómicas o de rehacer su arsenal de armas químicas y biológicas, destruido después de la guerra del golfo Pérsico, hace una década.

La proliferación nuclear es, sin duda, un fenómeno condenable y preocupante, pero la lucha en contra de ella no justifica la destrucción de un país o el derrocamiento de un gobierno. Sadam Hussein no es más ni menos sátrapa que su colega paquistaní, Pervez Musharraf, el cual dispone, documentadamente, de armas atómicas. Hussein no es un peor violador de los derechos humanos que los gobernantes chinos, quienes encabezan una potencia nuclear. Las autoridades de Bagdad pretendieron hacer en Kuwait lo que las de Tel Aviv vienen haciendo desde hace más de tres décadas en los territorios palestinos ocupados, y sin embargo Washington no ha movido un dedo para impedir que Israel se hiciera de bombas atómicas. Por lo demás, el único gobierno en la historia mundial que ha llevado a la práctica la determinación criminal de explotar bombas nucleares en ciudades enemigas ha sido, hasta ahora, el de Estados Unidos.

En cuanto a las armas químicas, cabe recordar que Saddam Hussein las empleó, a fines de los años ochenta, contra poblaciones civiles kurdas y contra concentraciones de tropas iraníes sin que la Casa Blanca hiciera grandes aspavientos.

Los motivos reales de los preparativos bélicos estadunidenses no están, pues, en el combate al terrorismo ni en el afán de proteger a las hipotéticas víctimas futuras del dictador iraquí, sino en las dificultades económicas y políticas internas por las que atraviesa la administración de George W. Bush; una nueva guerra abriría, en la lógica de la Casa Blanca y de los halcones de Washington, oportunidades para alimentar la popularidad presidencial, para imponer nuevas restricciones autoritarias a las libertades individuales -de por sí acotadas tras los sucesos del 11 de septiembre- y para reactivar de una vez por todas la economía por medio de los gastos militares y la producción y venta masiva de armamentos. Una razón adicional para la agresión que se prepara es el rencor histórico del clan Bush -familia que ha hecho fortuna y poder en el negocio petrolero- contra Saddam Hussein, quien, a fin de cuentas, permanece en el gobierno 12 años después de haber desafiado el poder imperial de Estados Unidos.

Con todo, en el terreno internacional, Washington no las tiene todas consigo para emprender el derrocamiento violento del regimen iraquí. Bush tiene a su favor el servilismo del secretario general de la ONU, Kofi Annan, pero sus aliados europeos -incluido el obsecuente Tony Blair- se han distanciado de los planes bélicos estadunidenses. Por su parte, los vecinos de Irak, que hace una década participaron en la coalición militar contra ese país, ahora parecen menos dispuestos a servir de plataformas de lanzamiento para una incursión militar contra Bagdad.

Cabe esperar, por el bien de la paz mundial, que Washington fracase en sus intentos por conformar una alianza internacional contra Irak, y que el pueblo de ese país ajuste por sí mismo, y de la forma que los mismos iraquíes determinen, las cuentas pendientes con sus gobernantes.
 

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