Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 7 de julio de 2002
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Cultura

Carlos Bonfil

Mentes perdidas

l título original del filme más reciente de Larry Clark es Bully: pendenciero, bravucón o, de modo más contundente, gandalla. En México se le titula Mentes perdidas para establecer tal vez un vínculo comercial y temático con su éxito anterior, Vidas perdidas (Kids), de 1995. Existen efectivamente puntos de contacto entre ambas propuestas. El grupo de adolescentes en la cinta reciente pareciera ser el mismo de la anterior, un lustro más tarde, abandonada ya la pubertad, casi en el umbral de la edad adulta. Hay sin embargo una constante: ambos grupos exhiben la misma indolencia, el mismo vacío existencial, agravado ahora por un resentimiento social mucho más agudo. La acción de Mentes perdidas se ubica al sur de Florida, en un suburbio llamado Hollywood, lejos del Manhattan donde transcurría Kids. Los ingredientes del cóctel de lo que podría ser un nuevo relato aleccionador, incluyen sexo, drogas y alcohol, y un elemento más, un asesinato por linchamiento: la revancha de un grupo de adolescentes que decide cobrarle a un compañero su breve carrera de violador y la humillación a que constantemente ha venido sometiendo a uno de sus miembros. Todo a la manera de un video juego, a los que son tan afectos; a modo de un pasatiempo para vencer el hastío y la rutina de su entorno, viviendo la experiencia criminal como un entretenimiento de alto calibre, que primero los seduce, luego los desconcierta y al final los avasalla.

Lo inquietante en la nueva cinta de Clark es la ausencia de un discurso amonestador; la manera en que los adolescentes son expuestos como seres frívolos e inconscientes, en una circunstancia donde ha quedado abolida la distinción entre víctima y victimario. Es tal el grado de estupidez en sus acciones, en su modo de dejar transcurrir la adolescencia en desperdicio puro, que por momentos parece oportuno establecer un nexo entre este comportamiento y la conducta extrema que ha conducido a masacres juveniles en alguna escuela estadunidense, como la Columbine High School de Colorado, donde un estudiante disparó al azar sobre sus compañeros, o más recientemente, en un drama similar en otra escuela en Alemania. Los paralelismos son tentadores. Pero antes de señalar la violencia colectiva ejercida sobre una persona (la excitación mutua, el envalentonamiento que propician cómplices y testigos), Larry Clark exhibe la relación de dependencia afectiva, casi sadomasoquista, entre dos adolescentes, Marty (Brad Renfro), el eternamente humillado, y Bobby (Nick Stahl), su verdugo favorito. La violencia se instala primero en esta relación, por demás ambigua; y luego, entre ellos dos y sus ligues ocasionales, para concentrarse más adelante en el grupo juvenil ansioso de escarmentar a Bobby, el gandalla insoportable.

La historia procede del libro Bully: historia verdadera de una revancha escolar, de Jim Schutze, con guión de Zachary Long y Roger Pullis, y su traslado a la pantalla causó en su momento una gran controversia. Los señalamientos han sido múltiples: complacencia y regodeo del director en las escenas de violencia, voyeurismo sospechoso de este fotógrafo cincuentón especializado en adolescentes, que una vez más se demora más de la cuenta en las fisionomías juveniles, crudeza en el lenguaje, y sobre todo, el tono distante de quien se niega a practicar lo exigible en sociedad: la denuncia. Hay que señalar que antes de ser cineasta, Larry Clark se destacó como fotógrafo, con estupendos reportajes gráficos (Tulsa), y estudios sobre adolescentes, que inspiraron al director Gus Van Sant al realizar Mi camino de sueños (My own provate Idaho), según lo señala el propio realizador de Portland. Lo que realmente molesta a mucha gente en Mentes perdidas es la ausencia de juicios morales, la ambigüedad entre una mirada por momentos tierna a los adolescentes y el despliegue de acciones de violencia extrema, frente a las cuales el director pareciera no tomar partido. Desde Kids este distanciamiento aparente había dejado vislumbrar, sin embargo, la mera constatación de un vacío moral en la sociedad estadunidense, sintetizado en parte en el azoro de una madre que mirando a su hijo exclama en la cinta: "Ustedes los jóvenes no trabajan, no van siquiera a la escuela, no hacen sencillamente nada". A lo que estos adolescentes replican ahora con la elocuencia de un acto criminal, gratuito y estúpido, incomprensible no sólo para la sociedad, sino para el ejecutante mismo, quien de nuevo, como al final en Kids, contempla la cámara con la misma lejanía en la mirada, como si el mundo que los adultos le instan a conquistar, hubiese de golpe dejado de ser el suyo.

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