Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 7 de julio de 2002
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Cultura

Escribió lo mismo novelas que ensayos y obras de teatro

Alejandro Dumas sería visto hoy como un best-seller

El 24 de julio, bicentenario del natalicio del escritor

CESAR GÜEMES

Hoy, al espanto seguiría el natural asombro y luego vendría la inefable condena: Ƒun escritor que se dedica a y producir lo mismo decenas de novelas históricas, otras de terror y algunas picarescas, realiza obras de teatro, biografías y practica sin desdoro el ensayo? Imposible. Si además, como le ocurrió a Alejandro Dumas, sus muy diversos trabajos literarios se vendieran como se ha vendido siempre el pan caliente, el silencio alrededor le estaría asegurado o, en el mejor de los casos, sería visto como uno más de esos best-sellers. Para fortuna suya y de los lectores que consumen su trabajo, nació hace mucho, y lejos. El 24 de julio de 1802, en Villers-Cotterêts, Francia.

Y en las casi siete décadas que duró su prolija y prolífica existencia, perdió varias veces su fortuna llevado por el sano juicio de invertir cuanto iba ganando en los placeres del cuerpo, que los hubo para él además de los de la pluma. No se sabe que al morir dejara gran cosa a sus deudos, que eran numerosos y numerosas. Gastó, dilapidó, quemó en lances amorosos, compras de obra plástica e inversiones no siempre fructíferas el cuantioso producto de sus creaciones.

Tan sólo la enumeración de sus novelas de corte histórico que han sido traducidas al español implica un espacio considerable: El caballero Harmental, Los tres mosqueteros, Veinte años después, La reina Margot, La dama de Monsoreau, El caballero de Maison-Rouge, José Bálsamo, El vizconde de Braguelonne, El collar de la reina, Olimpo de Clèves, Angel Pitou, La condesa de Charny, Los mohicanos de París, Los compañeros de Jéhu, Las lobas de Machecoul y Los blancos y los azules, que terminó en 1868, apenas dos años antes de morir. A ello sumemos teatro, que en su época fue taquillero, como La torre de Nesle, Kean o desorden y genio, Mademoiselle de Belle-Isle y El alquimista. Dos novelas de costumbres: De París a Cádiz y El capitán Pánfilo. Dos de horror: La mujer del collar de terciopelo y Memorias de un médico. Y el trabajo biográfico Pintores del Renacimiento. Con eso tuvo para pasar a la historia; con eso y con El conde de Montecristo, por si faltaba alguna especia picante para conmemorar su bicentenario entre sus lectores que se llaman, ni más ni menos, legión.

Los tres mosqueteros; Alejandro Dumas

Un joven... -hagamos su retrato de una plumada-: imaginaos a don Quijote a los 18 años; don Quijote sin coraza, sin casco y sin escudo; don Quijote vestido con un capotillo de lana que había sido azul. Semblante enjuto y moreno: los pómulos salientes, señal de astucia; los músculos maxilares muy desarrollados, indicio infalible para reconocer a un gascón, aun sin birrete, y nuestro joven llevaba uno engalanado con una especie de pluma; los ojos francos e inteligentes, la nariz abultada pero bien dibujada, demasiado alto para un adolescente y bastante pequeño para un hombre ya hecho, y que cualquiera hubiese tomado por el hijo de un labrador en viaje, a no ser por la larga espada que, sujeta a un tahalí de cuero, golpeaba las pantorrillas de su dueño cuando estaba a pie, y el pelo de su montura cuando iba a caballo.

Porque nuestro joven tenía una montura, y ésta era tan notable que llamó la atención; era un rocín bearnés, de unos 12 años, de pelo amarillo, sin crines en la cola, pero no sin esparavanes en las piernas y que, marchando con la cabeza más baja que las rodillas, hacía sin gran fatiga sus ocho leguas por día. Desgraciadamente las cualidades de aquel caballejo estaban tan ocultas bajo su extraño pelo y su lámina, que la aparición de aquél en Meung, donde había entrado un cuarto de hora antes por la puerta de Beaugency, produjo una impresión desagradable que alcanzó al mismo jinete.

Y esta sensación había sido tanto más penosa para el joven Artagnan (así se llamaba el don Quijote de aquel Rocinante), cuanto que no ignoraba el aspecto ridículo que le daba aquella montura, por buen jinete que fuese. Así es que no había dejado de recibir con un suspiro aquel regalo de su padre, que a su juicio podría valer hasta 20 libras, si bien es cierto que las palabras con que fue acompañado no tenían precio.

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