Néstor de Buen
Carta a Eduardo Galeano
uerido Eduardo:
De ti sabía muy poco. Salvo lo grato que es leer,
de cuando en cuando, tus mínimas colaboraciones para ésta,
nuestra casa común: La Jornada. De futbol, por supuesto.
Tenía la impresión de que Eduardo Galeano
era un artífice de la anécdota elemental. De la breve historia
que ocupa una columna menor, pero que siempre deja la impresión
de que lees una obra maestra.
Pero resulta que me fui a Cancún a pasar mis vacaciones
anuales. Puedes imaginar, y te sobrará razón, que son o fueron
vacaciones burguesas, en condominios, tiempos compartidos les llaman, de
evidente lujo, comprados en abonos difíciles y conservados cada
año con cuotas de mantenimiento cada vez más caras.
Mi problema es que no sólo de albercas y playas,
por cierto que maravillosas de color y temperatura, vive el hombre. Además
de llamativos bikinis que por estas arenas apenas disimulan los cuerpos
atractivos de ilustres ciudadanas de Estados Unidos. Afortunadamente no
son bikinis sino fundas enormes las que cubren los cuerpos de enormes ciudadanas
de todos los colores de la misma nacionalidad. Porque de que son gordas
pero altas, nadie se los quita.
Digo que las vacaciones exigen más. Deportes, por
supuesto, que a estas alturas de la vida no pueden ser muy exigentes: algo
de natación, no demasiada; un mínimo de correr, que puede
enfrentar el problema de un calambre; quizá tenis, que no pude repetir
por una dolencia antigua en el brazo derecho, y el muy democrático
golf. Juego burgués, por supuesto, pero además de caro, muy
relajante. Pero con el deporte, sobre todo, la lectura.
Llevé a Cancún unos cuantos libros. Tengo
una más que amplia biblioteca en la que además de las obras
de derecho, algunas de mi autoría, abundan las de política
y, por supuesto, novelas y cuentos. Elegí al azar unas cuantas con
cierta vocación política. Algo sobre Lenin, otra acerca de
la burguesía mexicana; una colección de historias viejas
de Carlos Monsiváis y alguna más. Entre ellas Las venas
abiertas de América Latina, 33a. edición, de 1982.
No tenía ni idea de ese libro tuyo. Y, por supuesto,
ignoro la razón de por qué estaba ahí, en mi biblioteca,
en paciente espera de que lo leyera. Paciente y, por supuesto, sin demasiadas
esperanzas de ser elegida.
Lo fue. Y me metí en la lectura que te debo confesar
estuve a veces tentado a abandonar. No es tan fácil soportar una
dosis tan enorme de injusticias.
Terminé el libro un día y medio antes de
mi regreso al Distrito Federal. No fue fácil. Quedé abrumado,
angustiado, casi con un arrepentimiento no muy justificado de no haberlo
leído antes. Porque tu libro, admirado Eduardo, es un antes y después.
No es posible vivir en América Latina sin haber conocido antes esa
historia de crímenes, explotación, imperialismo, dominio
de los ibéricos (lo soy de origen), de los ingleses y de los gringos
sobre este enorme territorio dueño de la mayor riqueza y habitado
por la mayor pobreza.
Tu libro genera arrepentimientos de conductas involuntarias.
Porque nadie antes me había dicho que existía y tampoco me
explico la razón de su tenencia. Y es claro que, por ello mismo,
Eduardo Galeano no me representaba otra cosa que un escritor mínimo,
fácil por supuesto, genial casi siempre, y por ello mismo motivo
de envidia.
Supongo que a mi vetusta 33a. edición habrán
sucedido muchas más. Motivos sobran, principalmente en estos tiempos
en que el FMI ejerce su bondadosa ausencia en Argentina y apunta sus cañones
contra Venezuela. Sin olvidar muchas cosas que no se pueden olvidar.
¡Gracias por tu libro, admirado Eduardo! ¡Cómo
me alegro de haberte descubierto!