Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 7 de julio de 2002
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Política

Blanche Petrich

Echeverría, juicio o propaganda

Las primeras noticias vinieron del exterior. Antes de llegar a la opinión pública mexicana se publicó en medios de Estados Unidos, Alemania y Japón. El 2 de julio arrancaría el juicio contra el ex presidente Luis Echeverría, acusado de genocidio por las masacres de estudiantes del 2 de octubre de 1968 y el 10 de junio de 1971. Cuatro días antes, el fiscal especial para movimientos sociales y políticos del pasado, Ignacio Carrillo Prieto, se comunicó con dos veteranos ex líderes estudiantiles, Raúl Alvarez Garín y Jesús Martín del Campo, para informarles que citaría a declarar al ex mandatario.

Alvarez Garín y Martín del Campo -el primero dedicado a una corriente dentro del PRD, Punto Crítico, y el segundo alto funcionario del gobierno de centro izquierda del Distrito Federal- fueron dirigentes de los movimientos estudiantiles de 1968 y 1971. Hoy son acusadores en una demanda penal en contra de Echeverría Alvarez, su antecesor Gustavo Díaz Ordaz (fallecido) y una cincuentena de funcionarios públicos, en su mayoría militares y jefes policiacos, que a finales de los 60 y a lo largo de la década de los 70 protagonizaron la llamada guerra sucia en contra de los movimientos sociales y populares de izquierda de la época, con un saldo de miles de muertos y centenares de desaparecidos.

En el caso de la masacre de Tlatelolco de 1968, una posible vía de escape de la defensa de Echeverría podría ser que, de acuerdo con la línea de mandos, la responsabilidad recaiga en el difunto ex presidente Gustavo Díaz Ordaz. Villano favorito de esta etapa de la historia, sin duda un hombre de vocación represiva, obsesionado con fantasiosas conspiraciones comunistas, tuvo su alta cuota de culpa en los hechos de Tlatelolco.

La demanda penal, presentada inicialmente por el grupo denominado "Comité 68", prevé esta situación. Conforme a la Convención contra el Genocidio de la ONU de 1948, a Díaz Ordaz le correspondería la sanción "exactamente aplicable" de la "descalificación de fama pública de los muertos". Pero Díaz Ordaz no es sino el primer eslabón de una cadena de funcionarios y comandantes que entraron en acción el día de la masacre. En 1968 Luis Echeverría era el segundo eslabón en la línea de presuntos responsables de los crímenes denunciados. Y después de él siguen muchos políticos y militares aún vivos e impunes, penalmente imputables.

Tanto el fiscal como los demandantes consideraron oportuno no divulgar con anticipación la noticia, que seguramente sería muy sonada en el país. Después de todo, en la historia moderna de México, marcada por siete décadas de modelo presidencialista autoritario y vertical, no había un antecedente de un mandatario sentado en el banquillo de los acusados. Ciertamente, el ex presidente Carlos Salinas de Gortari, caído en desgracia por su cargado historial de corrupción, fue interrogado en 1997 por un ministerio público acerca de los delitos de cuello blanco de su hermano Raúl. Pero para llevar a cabo la diligencia, los representantes de la justicia mexicana habían volado a Dublín, donde el ex presidente guardaba un intermitente exilio dorado. No fuera a molestarse el otrora hombre fuerte de México.

A Echeverría no le concedieron ese privilegio. De 80 años, protagonista del poder hegemónico del PRI en una etapa transcurrida 30 años antes, para el gobernante que quiso semejarse a Salvador Allende pero se comportó -a escala, desde luego- como Augusto Pinochet, la historia fue muy distinta. El echeverrismo, rara mezcla de autoritarismo represivo y populismo tercermundista, es un ejemplo clásico de lo que repudian las filosofías neoliberales dominantes desde los años de Salinas.

Por lo tanto, para el gobierno de Vicente Fox, hacer pasar al ex presidente por el humillante trance de ser juzgado como genocida, no resulta demasiado caro. Vaya, hasta puede resultar barato si, como puede ocurrir, la diligencia de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado, consistente en hacer comparecer a Echeverría a un par de diligencias ministeriales de mucha resonancia internacional y pocas nueces domésticas, resulta ser, como puede, un simple acto gestual.

De hecho, el citatorio judicial a Echeverría, lo mismo que la apertura de los archivos secretos sobre la represión en aquellas décadas, pueden convertirse en importantes dividendos para la imagen internacional del gobierno foxista que, como se sabe, es toda una prioridad en la actual administración. La cancillería mexicana, interesada en colocar la imagen de un México con plena vigencia del estado de derecho en los mercados internacionales, se ha dedicado a explotar propagandísticamente estas dos noticias. Y eso explica el porqué la primicia del juicio al mandatario populista-represivo llegó a México vía Tokio, Bonn y Nueva York.

Es por eso, también, que los personeros de la Secretaría de Relaciones Exteriores -y muchos de sus jilgueros locales- se congratulan anticipadamente por el simple hecho simbólico del inicio del juicio penal del 68.

Con todo, la simple imagen del ex presidente Echeverría sentado como indiciado ante el fiscal es todo un reto para lo que puede ocurrir en México en materia de justicia y estado de derecho. Son muchas las víctimas y los familiares de víctimas de aquellos años negros que observan con toda atención este proceso.

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