Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Viernes 5 de julio de 2002
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Política

Horacio Labastida

La Corte Penal Internacional

La concepción y defensa del hombre y sus libertades es un producto de la historia, y las grandes luchas que a lo largo de los siglos se han dado contra las distintas formas del absolutismo político, económico y social; y no cabe duda de que su arranque en el mundo moderno está signado por dos acontecimientos que aún sustancian la defensa de lo que el hombre es y desea ser en un futuro desenajenado de pobrezas materiales y opresiones espirituales. Cuando los antiguos súbditos americanos del trono inglés que presidía Jorge III decidieron romper con la política imperial de la Casa de Buckingham, sede construida en el siglo xviii por los duques del mismo nombre y fastuosamente habitada por la reina Victoria, en reunión del 4 de julio de 1776 declararon la independencia de Estados Unidos, siguiendo en buena parte ideas ampliamente discutidas con el representante virginiano Thomas Jefferson, bien asistido, entre otros, por Robert T. Paine, Samuel y John Adams, Josiah Bartlett y el célebre Benjamín Franklin, declaración en la que se reconoce la igualdad de los hombres y sus inalienables derechos a "la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad", cuya protección corresponde al gobierno, en el supuesto de que el pueblo que lo elige se reserva la facultad de abolirlo y cambiarlo por otro si el elegido tornase destructor de la dignidad del hombre, simbolizada en sus derechos fundamentales. Este principio notable fue regenerado en la constitución revolucionaria francesa del año I (1793), al expresar de manera iluminada en su artículo 35: "Cuando el gobierno viole los derechos del pueblo, la insurrección es, para el pueblo y para cada porción del pueblo, el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes", supremo principio burlado y fementido en las democracias que pululan hoy en el planeta.

El segundo acontecimiento germinal en el reconocimiento del derecho a disentir de la afirmación dogmática se registró en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (1789) de la gran Revolución Francesa, texto que los admite como naturales, inalienables y sagrados para el propio hombre, libre, igual y fuente de la soberanía que reside en la nación, agregándose que libertad es el poder hacer todo, siempre que con tal hacer no se dañe a los individuos y a la sociedad, por lo cual, anotaron los asambleístas franceses, la libertad "no tiene otros límites que aquellos que aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de los mismos derechos", sin perjuicio de asentar que sólo en la ley pueden consignarse tales límites. Es decir, el creciente modo de producción que estalla con la revolución industrial inglesa en los últimos decenios del siglo xviii tiene tanto la capacidad de dinamitar el régimen presidido por las aristocracias terratenientes y los monarcas tipo Luis xiv -la vrai c'est moi-, o bien l'Etat c'est moi-, cuanto la aptitud de edificar el nuevo Estado democrático que muchos decenios después definiría Abraham Lincoln (1809-65) con estas palabras: "gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo", ideal aún muy lejano en la experiencia de los pasados 200 años, sobre todo después del desastre soviético (1991). Pero faltaba algo esencial.

Aparte de la consolidación histórica de las garantías individuales y los derechos sociales, supuestamente bien guardados por el Estado nacional, saltó muy pronto la urgencia de hacer consciente y proteger derechos que corresponden a la humanidad toda. El derecho a la desaparición de la guerra y al goce de una paz sin solución de continuidad, así como el derecho a la libertad de la economía en el sentido de asegurar para todas las familias el patrimonio indispensable al mantenimiento de una existencia compatible con la moral, son ejemplos de los derechos humanos en el sentido de totalidad, que vienen admitiéndose cada vez más como factores básicos en el concierto internacional de los pueblos. Y es precisamente en este momento cuando se plantea a la vez la necesidad de garantizar la integridad de los derechos del hombre y la urgencia de sancionar a quienes los violen. Es obvio que la infracción de los derechos individuales y sociales tendrá que ser juzgada y castigada por tribunales nacionales, y es claro también que la violación de los derechos de la humanidad toda será materia del conocimiento y sentencia de tribunales internacionales como la propuesta Corte Penal Internacional, habida cuenta de que tendrá competencia en garantías individuales y sociales agredidas cuando no las juzguen y penalicen los gobiernos nacionales.

La conclusión es inevitable. Los oficiantes del terrorismo de Estado harán hasta lo imposible para impedir que la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas y esta organización funden una corte penal que castigue a los autores de genocidios que cometen los superpoderosos contra los débiles. ƑUsted no piensa igual?

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