Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Jueves 20 de junio de 2002
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Cultura

Carlos Montemayor

Milagro del arte que nos mira

Esta noche se inaugura en el Instituto Cultural de México, en Washington, DC, una exposición del pintor mexicano Enrique Estrada. El rigor clásico característico de su producción plástica, le permite mirar a su país y ''revelar con sorpresa la verdad de las cosas, de los cuerpos, de los espacios''

La obra de Enrique Estrada sorprende por la contundencia de los volúmenes y la materialidad de los colores y atmósferas, por el peso de los cuerpos y objetos expandiéndose en el espacio, por la materialidad casi marmórea de la luz y la oscuridad. Con estas vetas sensoriales revela con sorpresa la verdad de los cuerpos, de los espacios, de lo que vemos y sentimos o nos sorprende palpar y encontrar. La riqueza de sentidos en su obra no aparece como datos mentales, sino como sentidos vivos, alertas, actuantes, que comunican sensorialmente con el mundo.

Pero tal comunicación no es simple. Es directa y múltiple, mediante numerosas dimensiones, como los recuerdos y deseos con que quisiéramos comprender y extender nuestra vida. Deseos y recuerdos que se imponen como impulsos ingobernables y modifican nuestra visión del ayer y de los momentos que hoy o alguna vez viviremos. Que modifican nuestra visión de paisajes, de cuerpos, de rostros, de habitaciones; que alteran los rasgos fieles con que hemos visto a través del tiempo a amigos, mujeres, hijos, hermanos. Es la realidad compleja, íntima, que miramos. Es también la realidad a través de la cual miramos.

Realidad universal

La obra de Enrique Estrada propone la numerosa concurrencia de dimensiones materiales e interiores en la realidad a la que es posible acercarnos y en la realidad desde la que nos es posible observar. Una de esas dimensiones proviene de la magnitud y contundencia de la luz, sombras, cuerpos y atmósferas que han sabido conformar artistas como Rembrandt, Goya o Siqueiros. La perspectiva plástica de los cadáveres de Villistas en el paredón multiplica la disposición del cadáver diseccionado en el célebre cuadro de Rembrandt. Los Zapatistas fusilados y Personajes de la lucha de facciones forman parte del angustioso grito y el mismo eco de los fantasmas humanos que pueblan las últimas obras de Goya. El Zapata IV se explaya en la textura marmórea del color y la piel del hombre pétreo de Siqueiros.

Es decir, la realidad que observamos en las obras de Enrique Estrada no necesariamente es local, no sólo reducidamente mexicana: es universal. Sus imágenes, los hechos que muestra, la decrepitud del caudillo o del dictador en sus cuerpos envilecidos o en la efigie de mármol que yace en un basurero al lado de un perro, los cadáveres de combatientes anónimos que se van fundiendo con el paisaje de la tierra en que lucharon, la calidez de los cuerpos y el volumen de objetos en los retratos de pintores o músicos, se muestran como realidades únicas, irremplazables, sí, pero a través de un conocimiento plástico universal que las rebasa y envuelve. Esto también sorprende en los sentidos de la obra de Enrique Estrada: el rigor clásico, sin concesiones, con la que le es posible mirar a México.

Pero a la vez que la conciencia clásica europea es una dimensión constante en su obra, hay muchas otras dimensiones que provienen de la historia y del mundo complejo de México mismo. En el arte prehispánico la monumentalidad es una constante; la vocación por el volumen y su contundencia está presente en esculturas, murales y arquitectura. El realismo de la vejez, la juventud, la deformidad, los combatientes, la muerte, la monstruosidad, la intimidad, es una recurrente y poderosa expresión de la escultura en piedra y de las imágenes forjadas en arcilla por los artistas prehispánicos. Enrique Estrada sabe conjugar magistralmente las profundas corrientes plásticas de universos diferentes.

También concurre en su obra otra dimensión: la creencia novohispana de que el culto a la muerte es solamente indígena. La excepcional escena de los Zapatistas colgados, que eterniza la tensión muscular de la muerte, se corresponde con una tradición prehispánica esencial en los sacrificios por ahorcamiento: la creencia de que esa muerte aseguraba a los fallecidos el acercamiento a los dioses. La serie de Zapatistas fusilados y Zapatistas muertos revela otra raíz indígena fundamental: el paisaje, la tierra, se forman y fecundan por los que vivieron antes, por los que la habitaron y trabajaron primero; ellos vuelven a constituir el cimiento de la tierra y del paisaje; ellos son activas presencias de la vida agreste; su propia desaparición es capaz de formar la nueva tierra.

A diferencia de la muerte de combatientes anónimos que son capaces de enriquecer la tierra donde lucharon, en la obra de Enrique Estrada los detentadores del poder, decrépitos, alcoholizados o derrocados aparecen aislados, ya sea en carruajes ornamentados con restos de reses (Venustiano Carranza Presidente), de seres humanos sacrificados (Porfirio Díaz Presidente) o de botellas de cognac y champagne vacías (Victoriano Huerta Presidente), o en palcos solitarios (Plutarco Elías Calles Presidente) y basureros (es el caso del busto gigante de piedra del presidente Gustavo Díaz Ordaz que yace por los suelos en Escena de un basurero). El poder no enriquece a los pueblos ni a la tierra. El poder envilece, parece decirnos el realismo de este arte.

Por otro lado, si en los cuadros los combatientes anónimos aparecen abatidos y confundiéndose ya con la tierra, los dirigentes populares más renombrados e importantes de las luchas sociales de México, Francisco Villa y Emiliano Zapata, merecen un tratamiento plástico diferente. En el General Francisco Villa II la imagen aparece de cuerpo entero y erguida, apoyando los pies con naturalidad en la hierba; las botas muestran un ligero movimiento de la pierna izquierda que aleja del cuerpo cualquier rigidez militar o agresiva; estamos ante una postura íntima, casual, posiblemente característica del personaje. Sólo en el rostro aparecen datos plásticos que revelan otras dimensiones de fuerza y tensión y el desdibujamiento también violento de las caras de los combatientes anónimos caídos.

Culturas olvidadas, acosadas y vivas

En Zapata IV el trabajo de Enrique Estrada se concentra de nuevo en el rostro. Los diferentes planos de color y texturas van produciendo una variada gama de dimensiones y de profundidad, de elementos ocultos y emergentes, de metamorfosis y presencia humana. Habíamos dicho que los combatientes anónimos caídos parecen convertirse en una parte del paisaje, transformarse en el sustento de la tierra misma. Esto ocurre con el rostro de Emiliano Zapata. En sus diferentes planos hay una metamorfosis gradual o repentina. De pronto una parte es piedra, mármol, tierra; luego la piel amoratada de un cadáver o sangre derramada o reseca; en otra parte sentimos que el paisaje que rodea a la imagen es una especie de vidrio ensangrentado. Una zona importante del cuadro queda en la oscuridad, en una negrura profunda donde no sabemos si el rostro se oculta o emerge. Sólo un espacio es incontrolablemente humano: el del ojo visible. Allá, en la otra oscuridad, nos parece advertir el brillo remoto del otro ojo que también nos mira. Pero no sabemos, insisto, si se trata de una mirada que se oculta en la oscuridad profunda o que emerge de ella. Esta secuencia de planos, esta concurrencia de dimensiones y sentidos hacen de Zapata IV una de las mejores representaciones artísticas de México, una de las grandes metáforas de la cultura y la memoria del país. Es la profundidad de muchas culturas olvidadas, acosadas y vivas. Es la mirada de un país que permanece en la oscuridad, oculto en lo más hondo, que siempre espera que acudamos a él y por fin lo reconozcamos. Pero que se oculta en la profundidad y desde ahí nos mira, nos aguarda.

Fuera de la ''historia" de México, vista magistralmente a través del rigor clásico de la tradición europea y de los supuestos claves del arte prehispánico del volumen y la contundencia de la tensión corporal, los retratos posteriores de Enrique Estrada son, en total libertad, excepcionales. La atmósfera que rodea a músicos y pintores como Carlos Prieto, José Antonio Martínez, Marco Tulio Lamoyi, Jacobo Borges o Lucien Freud, manifiestan el soberbio dominio de la luz, la sombra, la tersura, la atmósfera, la intimidad, la presencia casi palpable de cuerpos que respiran en un espacio solamente forjado a base del color, de la luz como profundidad, de la sensualidad de objetos que brillan y resaltan como los márgenes de la vida que contemplamos y a la que aspiramos. Ante estas obras recordamos el milagro de la vida. Lo recordamos en el milagro del lienzo. En el milagro del arte que nos expresa y nos mira.

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