Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 9 de junio de 2002
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Cultura
Carlos Bonfil

Infidelidad

Luego de realizar su película-evento Atracción fatal (1987), el realizador Adrian Lyne probó suerte en géneros muy diversos, desde el cine fantástico, Alucinaciones del pasado (Jacob's ladder, 1990) hasta el desangelado remake de un clásico de Kubrick, Lolita, en 1997. La versatilidad de Lyne era ya indiscutible, en particular si se recuerda el éxito de su película musical Flashdance, en 1983, y su primera incursión en el terreno de las fantasías eróticas, Nueve semanas y media, de 1986. Su película más reciente, Infidelidad (Infidelity) es un retorno transparente a las obsesiones de Atracción fatal, y a su inequívoco mensaje: la traición conyugal tiene siempre un desenlace infortunado.

Lyne volvió clásico el esquema: un profesionista felizmente casado conoce el infierno en el momento en que se aparta del seno familiar. En Atracción fatal, Michael Douglas era víctima de la malevolencia de Glenn Close, una arpía posesiva --deleite para misóginos, escarnio del feminismo--, y luego de obtener su escarmiento con un asedio femenino digno de una cinta de horror, el orden moral quedaba restaurado, y la familia, lo único realmente atendible, recobraba su dignidad y su prestigio. Era la época de la mayoría moral reaganiana, los tiempos del auge del sida y de la paranoia, y el discurso apenas velado del director era, más que un síntoma, toda una declaración de conservadurismo moral.

Quince años después, Adrien Lyne demuestra en Infidelidad que los tiempos cambian poco, y su postura moral todavía menos. La cinta estelarizada por Richard Gere y Diane Lane es una variante de Atracción fatal, con otra pareja adinerada en un suburbio neoyorkino; tienen un solo hijo, trinidad familiar perfecta, y ambos son bellos e irreprochablemente educados. Nuevamente el hombre es un ser atribulado; los acontecimientos lo avasallan y lo disminuyen anímicamente. La mujer, un ser incapaz de experimentar el placer sin una cruda moral de culpa y remordimiento. ''No debemos hacer esto", repite como letanía a su pareja de adulterio. Una amiga madura es el oráculo de la desgracia: "Estas historias siempre terminan mal", le sentencia. Y así, de fatalidad en fatalidad, y con el contrapunto de una armonía familiar a punto de naufragar, el relato de Lyne se vuelve regaño de consejería conyugal, y su erotismo tan celebrado una larga sesión de masoquismo culposo.

La eficacia del director consiste ahora, como antes, en poner este grueso paquete de moralina en un envoltorio vistoso. Combina el erotismo de tomas muy cercanas -exploración milimétrica de la piel-- con un mensaje sobre los peligros de la seducción. El objeto del deseo es un joven francés (Olivier Martínez), con la carga de clichés atribuibles a una bohemia parisina transplantada a Soho: desorden, libertad, anarquía -un coctel irresistible para una mujer que todo lo tiene a saciedad, incluido el aburrimiento. A esta combinación hay que añadir el buen oficio de Lyne, desde las atractivas tomas de Nueva York bajo un viento implacable hasta el diseño de interiores domésticos y la laboriosa exploración del escarceo sexual y sus embates, en camas, mesas y salas de baño. Richard Gere es convincente en su curiosa combinación de candor y determinación tardía. Olivier Martínez, el amante latino que vive el momento como si fuera un condenado a la silla eléctrica, ensaya aquí un glamour de exportación de maniquí de Hugo Boss, sin permitirse mayor juego que una picardía programada y un repertorio de gestos y miradas incuestionablemente irresistibles. Por su parte, Diane Lane interpreta el papel de una mujer dividida entre el goce sexual y la culpa, y en su mejor momento, hacia el desenlace, el dilema de manifestar su emoción y comprometer su seguridad para siempre. Adrian Lyne sabe mantener despierto el interés del espectador, pero sus procedimientos son en ocasiones muy burdos, particularmente en el montaje efectista que opone las escenas eróticas con la rutina del marido engañado, o en el recurso fácil del colega de trabajo que con maledicencias precipita la catástrofe. Recursos de cine comercial, anzuelos de taquilla, estrategias para excitar el morbo colectivo, sobresaltar un poco al espectador, y tranquilizarlo luego con los saldos del escarmiento ajeno.

En los créditos finales aparece el nombre de Claude Chabrol y su película La mujer infiel, de 1968, como inspiración directa de esta historia. El también guionista de El planeta de los simios, William Broyles, Jr., quiso sin duda jugar con sugerencias de suspenso hitchcockiano, y desarrollar el tema de la complicidad en la culpa que viven los protagonistas, pero el modelo, sin ser enorme, le quedó muy grande. El cine hollywoodense, y la propia vocación de Lyne, no admiten mayores sutilezas: el adulterio se castiga con la mediocridad o con el infortunio. Ya lo señaló la crítica Pauline Kael a propósito de Atracción fatal: "La familia que mata junta permanece unida, y un público debidamente excitado celebra siempre el asesinato". 

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