Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 9 de junio de 2002
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Política
Guillermo Almeyra

Vías para la reconstrucción argentina (I)

La Argentina en el siglo XIX y en las primeras décadas del XX se construyó, se hizo rica y se desarrolló sobre la base del poder de los terratenientes agroexportadores y de la tecnificación y especialización en la producción y la industrialización agropecuaria. Las materias primas agrícolas tenían un papel estratégico como bienes-salario de los obreros de los países metropolitanos y la Argentina alimentaba entonces a los trabajadores de la primera potencia mundial ?Inglaterra?, lo que le confería un papel esencial en la estabilidad de la misma.

La Argentina de la primera y, sobre todo, de la segunda posguerras se enfrentó en cambio al poder declinante de Inglaterra y al ascenso de Estados Unidos en la región (primero, tímidamente, en los años 20 y después, con fuerza, en los 60) y su industrialización, sustituyendo importaciones, creó un amplio sector laboral y un fuerte mercado interno pero no rompió la dependencia tecnológica, ni la financiera ni el control sobre las exportaciones y la obtención de divisas fuertes por la oligarquía terrateniente, que ya había desarrollado lazos con el capital financiero internacional.

El país tuvo entonces una estructura social similar a la de los países imperiales (una fuerte clase obrera, una numerosa, próspera y culta clase media) mientras su estructura política seguía marcada por el peso tradicional de la oligarquía, unida al imperialismo y ligada a sectores industriales fundamentales y al capital financiero en desarrollo ya desde comienzos de la segunda mitad del siglo pasado. Al mismo tiempo, el Estado aparecía como protagonista en la vida económica y reforzaba el papel de una burguesía industrial en disputa con el otro gran sector capitalista tradicional la cual, como éste, era ciegamente intolerante ante el peso de los trabajadores en la distribución de los ingresos y en la vida social y política, además los veía como enemigos de clase. Esta fue la base de la constante inestabilidad política desde el peronismo de finales de la década de los 40. Tal desequilibrio, por supuesto, tuvo fuertes repercusiones económicas, sobre todo a partir del fin de la Guerra de Corea y del boom de los precios de las materias primas, y la línea imaginaria de la evolución de la economía argentina tomó el aspecto de dientes de serrucho, de ataques de hipo, del famoso stop-and-go.

No es mi propósito analizar la economía y la política argentinas durante el siglo anterior. Quiero, en cambio, señalar lo que es cosa del pasado, irrepetible, para ver qué se podría hacer para reconstruir el país, que claramente está en disolución. Para esto me basta con decir que la sustitución del Estado oligárquico de los años 40 por el Estado bonapartista -distribucionista- industrialista, que duró hasta finales de los 50, no resolvió la crisis de fondo de la economía y la política en la Argentina pues fracasaron tanto la exportación de materias primas agrícologanaderas como la sustitución de importaciones y la industrialización fomentada por el Estado (que dependía de las divisas que aportaba la intocada oligarquía). Las dictaduras que se sucedieron desde el derrocamiento de Perón en 1955 hasta el último gobierno de Perón, a mediados de los 70, fueron un periodo de transición en el cual las clases dominantes sobre todo intentaron romper el peso del movimiento obrero y hacer retroceder la parte del trabajo en el PIB para aumentar la del capital. Pero, ya con el ministro Krieger Vassena, en la dictadura del general Onganía, comenzaron a sentar las bases de las políticas desindustrializadoras y destructoras del mercado interno que seguirían plenamente los golpistas y genocidas de 1976, bajo la batuta del ministro oligarca Martínez de Hoz. Con la mundialización dirigida por el capital financiero internacional y comenzada a mediados de los 70, se impuso lo que Joachim Hirsch llama el "Estado de competencia". O sea, la preocupación esencial por pagar la deuda externa con una moneda estable y por lograr, cualquiera fuese el costo social, inversiones extranjeras.

Tal política redujo las exportaciones y potenció las importaciones, destruyó la pequeña y mediana industrias y fuentes de empleo, aumentó la desocupación, pauperizó a vastos sectores de los trabajadores y de las clases medias, requirió la venta masiva de los activos del Estado, golpeó fuertemente los servicios (sanidad, educación, sobre todo) y convirtió al Estado en simple aparato débil, corrupto e impopular cuya preocupación central es la succión de recursos nacionales para satisfacer al capital financiero internacional.

El resultado está a la vista en la quiebra económica, financiera, productiva y en el aumento de la miseria y el desempleo. La continuación de este modelo de subordinación total a los diktats del Fondo Monetario Internacional, que es la mano de Estados Unidos, y del capital financiero internacional, no sólo es ética y socialmente intolerable sino que es también insostenible. Por lo tanto pone en el orden del día la necesidad de una alternativa, sobre la cual retornaremos en la segunda parte de esta nota.

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