Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Jueves 30 de mayo de 2002
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Cultura

Olga Harmony

La prisionera

Se estrena por fin de manera profesional esta obra de Emilio Carballido terminada en 1995 y publicada por el Centro de Artes Escénicas del Noroeste, AC (CAEN), en el mismo año, como primer tomo de su serie Los inéditos. Y se estrena muy bien, porque Mercedes de la Cruz supo extraer los entresijos del texto con excelente trazo y revelando la compleja personalidad de los personajes, a excepción de ese coronel Betancur, muy prototípico, que, encarnado por Felio Eliel en la más débil actuación que se le conoce, no logra proyectar la cobarde brutalidad del personaje. Como la mayoría de los dramas de Carballido, gusta en la lectura pero encuentra su exacta dimensión en el escenario, de estar bien montados, porque rezuman teatralidad.

Son dos las prisioneras del drama, opuestas en todo, que logran tejer una amistad. María Antonieta Miranda de la Rosa es, como muchas destacadas mujeres de los años 30, una mezcla de cultura, entereza y la frívola actitud con que se enmascara. Es rica, oveja negra de una poderosa familia de algún país caribeño, lo que le permite hacer de su vida lo que quiere, lo mismo divorciarse y ser modelo en un desfile de su amiga Chanel que ser diletante refinada. Pero se distingue del turbulento rebaño de ricachonas del jet-set por su total falta de esnobismo y en que se ha entregado en cuerpo y alma al sufragismo, por causa del cual está prisionera. Catalina, la mujer del coronel, es ignorante y curtida por la vida cuartelaria, la falta de incentivos y la decadencia total de ella y su marido. Su resentimiento de clase hacia Antonieta es más que justificado y sólo será vencido por la convincente sinceridad de la otra, que hace aflorar lo más recóndito de su verdadera personalidad, al enfrentarse con todas sus carencias. Ambas son, como todos los personajes del autor, sobre todo los femeninos, plurifacéticas y por ende verosímiles.

Es inútil subrayar el buen oído del dramaturgo para plasmar los lenguajes y a través de ello descubrir la personalidad de sus criaturas. Pero en este caso sí hay que subrayar la manera soez en que se expresa Catalina, el cuidado lenguaje -en ocasiones pleno de un lirismo desatado que nos retrotrae a la escritoras latinoamericanas de esa época- de Antonieta, quien también y sólo cuando está muy enojada sabe explotar en obscenidades. Un ejemplo sería la secuencia 6, la de la tempestad, en la que Antonieta empieza gritando líricas exaltaciones y remata con una majadería de Catalina.

Arturo Nava crea un faro en dos niveles. En el bajo, la habitación del coronel y su mujer que pide el texto, con gran economía de muebles. En la parte superior, rodeada por el público, el cuarto de Antonieta y el baño, con la ventana enfrente y una escalera de caracol que se pierde en lo alto. La excelente escenografía en dos planos, unidos por una escalera, permite a la directora un juego que subraya el doble acecho del coronel y su mujer, por causas diferentes, hacia la presa, y la indiferencia de ésta.

Mercedes de la Cruz sale avante de su difícil propuesta, que es ofrecer un trazo nítido en esa especie de teatro isabelino que es la parte superior y en el pequeño reducto de abajo, sin que se pierdan de vista los actores. Asimismo procura simultaneidad de escenas sin que se estorbe al foco principal, como los momentos en que los cónyuges disputan y Antonieta lee, o borda en la ventana. Las transiciones de una estancia a otra se dan con los juegos de luz que propicia el escenógrafo, también iluminador.

En el cuidado montaje, en que el vestuario del propio Nava -quizá le hagan falta guantes a Antonieta cuando viste de calle y los caftanes de Catalina no sean lo más propicio-, la peluquería y el maquillaje de Eduardo Gómez y la musicalización de Alfredo Witman dan el ambiente de época, lo más sobresaliente son las actuaciones de las dos actrices. Lumi Cavazos, frágil y a la vez entera, con algún momento de casi cursilería que le viene muy bien a su personaje, es una excelente María Antonieta Miranda de la Rosa. Y la espléndida Catalina de Juana María Garza, que va llevando a su personaje del rencor clasista a la curiosidad y la franca camaradería, con su manera de tomar conciencia, con todos sus tránsitos emocionales, nos hace esperar verla más a menudo en los escenarios capitalinos. Ambas se contrastan y complementan y hacen olvidar el mal desempeño de Felio Eliel, quien ni siquiera sabe mostrarse libidinoso.

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