Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Martes 28 de mayo de 2002
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Economía
Ugo Pipitone

Bulbos de tulipán

El problema, para decirlo rápidamente, es que aún no disponemos de anclas globales que contengan los vuelos pindáricos de la especulación financiera internacional. De acuerdo, bancos, fondos de pensiones y otros canalizan ahorros alrededor del mundo, adquieren bonos de gobiernos, etcétera. Pero, en ocasiones, y con mayor intensidad en la última década, los mercados financieros, no obstante sus ínfulas de seriedad y cautela, son recorridos por fiebres especulativas que, a veces, terminan en desastres económicos con una larga cola en los países objeto de amores y desamores tan súbitos e intensos.

Estoy lejos de la idea de que los mercados financieros deban reducir la amplitud de sus operaciones. A paridad de condiciones, cuanto más dinero riegue ese cuerpo en proceso de globalización que somos, mejor. Pero se trata de evitar que la fantasía desbocada de algunos -que miran al mundo en términos de pesos y centavos- tenga consecuencias colectivas desproporcionadas. Se trata de evitar formas más modernas del ya moderno disparate de hace cuatro siglos alrededor de los bulbos de tulipán holandeses. La avidez ilimitada produjo entonces miles de familias arruinadas. Hoy, y ahí está el detalle, diría nuestro clásico, ha cambiado la escala. En la ola de la globalización se magnifican consecuencias negativas que pueden retardar por muchos años el camino hacia alguna forma de desarrollo de parte de decenas (o más) de millones de personas.

Y sin embargo, en alguna medida tiene razón David DeRosa cuando sostiene: "Las crisis financieras no son criaturas nómadas con la capacidad de instalarse en cualquier dirección. Por el contrario, la crisis nunca llega sin invitación de parte de los responsables de la política económica de algún país. Los desastres se hacen en casa". O sea, la comunidad financiera internacional se limita a registrarlos agudizando, de paso, sus síntomas. Para él, gran parte del problema está en los tipos de cambio fijos desde la crisis de la libra en 1992 (que enriqueció a Soros) hasta la mexicana en 1994-5 y la asiática en 1997.

DeRosa, prestigiado profesor de Yale y asesor de negocios, seguramente sabe de lo que habla. Y sin embargo, concluye su libro (In defense of free capital markets, o En defensa de los mercados libres de capital, Princeton 2001) con un alegato sobre la capacidad de autorregulación de los mercados financieros, su sabiduría y contrapesos incorporados. Y se le olvida el detalle arriba mencionado: el cambio de escala. Ahora ya no sólo pierden parte de su patrimonio algunos inversionistas audaces (o delirantes), sino que enteros países pueden retroceder en sus niveles de vidas a consecuencia de súbitos desamores financieros globales.

Pero, se dice, ya no estamos en los tiempos de los bulbos de tulipán: han pasado casi 370 años. Hoy existen reglas, empresas calificadoras, organismos públicos encargados de vigilar la salud de las instituciones financieras. Lo cual es seguramente cierto. Pero, entonces, ¿por qué no hubo alertas institucionales frente a los desastres bancarios francés o mexicano, o ante los escándalos estadunidenses de los Save and Loans en los 80 o de Salomon Brothers y LTCM en los 90? Para no hablar de Enron y demás muestras de que los sistemas públicos (y privados) de vigilancia sobre empresas que concentran gran parte del ahorro público, son coladeras vergonzosas en distintas partes del mundo.

Una falta de eficacia administrativa o de leyes que produjo, y sigue produciendo, consecuencias tanto más extendidas cuanto más extendidas globalmente sean las redes de apalancamiento, de cobertura, etcétera. Decir que la escala ha cambiado equivale a decir que necesitamos algún mecanismo fiscal para poner algo de peso a las alas de movimientos de capital internacional que producen, en ocasiones, desastres financieros con alto potencial de propagación global. ¿Tiene sentido que intentemos regular las emisiones globales de nuestros desechos tóxicos y no intentemos hacer lo mismo con los subproductos indeseables de la libertad de los mercados de capital? No se trata de matar la gallina de los huevos de oro, sino de poner algún peso sobre las alas de Icaro, para evitar que se acerque demasiado al sol y caiga sobre la cabeza de algún desprevenido paseante.

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