Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Jueves 23 de mayo de 2002
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Cultura

Olga Harmony

1822, el año que fuimos imperio

Desde sus orígenes, y a pesar de que en muchas ocasiones se le haya querido reducir a lo meramente chistoso, la farsa ha sido una despiadada crítica de costumbres. Flavio González Mello retoma esta constante del teatro universal -y entre nosotros muy particularmente del siglo XIX- y la ahonda para producir en su 1822 una chispeante y ácida reflexión acerca de las costumbres de nuestra clase política. Como si no hubiera transcurrido el tiempo, como si el pobre México no hubiera podido superar los lastres con que naciera a su Independencia, y en estos años que se nos quieren hacer pasar como de transición, resulta oportunísima: fray Servando Teresa de Mier, casi al final, le dice a Guadalupe Victoria: ''Y los nombres no significan nada. Ahora los habitantes de estas tierras se llaman 'ciudadanos', pero soportan los mismos vicios y la misma opresión que cuando eran súbditos de la corona". Al buen entendedor.

González Mello no deja títere con cabeza, a excepción de la figura de fray Servando Teresa de Mier, que representa la lucidez crítica ante los detentadores del poder. Si Jorge Gidi en su delicioso espectáculo Servando o el arte de la fuga hizo hincapié en las asombrosas huidas del fraile dominico, el autor de 1822 sin dejar de aludir a ello, prefiere presentarlo como el iconoclasta valiente que también fue, la llamada de la razón que los gobernantes nunca desean escuchar. Así, dejando de lado -y sin dejarlo, como la invitación a que se presencie su extremaunción (posible suicidio de quien ha sufrido todas las decepciones)- Mier se yergue como, diríamos ahora, ''la voz de los sin voz". Desde el abrazo de Acatempan, las traiciones se suceden. Y si se trata de las conocidas de Iturbide y Santa Anna, el mismo Guadalupe Victoria se siente tentado por el poder, la traición final e insorportable.

Presenciamos una Cámara de Diputados que muy bien podría ser cualquiera de nuestros tiempos, con su insensata discusión de fruslerías y su obsecuencia a seguir la ''línea'' que desde arriba se ha dictado. Y así, tras la divertidísima farsa podemos traslucir nuestro presente a fuer de reírnos de los próceres del pasado. Se trata de un texto que nos entusiasmó a muchos desde que fue publicado por El Milagro en su antología El nuevo teatro II, recopilada por Hugo Gutiérrez Vega.

En una escenografía funcional, aunque no siempre bella a pesar de que reproduce fragmentos del óleo de Pedro Gualdi, Interior del teatro Santa Anna, y de cambios muy pesados a base de telar y carros, debida a Mónica Raya, que es también responsable del excelente vestuario, y con la iluminación de Matías Gorlero, Antonio Castro dirige con inteligente comprensión del texto que acentúa su ludismo sin que ello sea obstáculo para destacar el trasfondo político.

Su trazo escénico es excelente, y aunque sigue muchas de las acotaciones imprescindibles que da el autor, por momentos las desmesura con añadidos de su cosecha. Por ejemplo, el momento en que Mier, Valentín Gómez Farías y Miguel Ramos Arizpe, los tres diputados, esperan en la antesala de Iturbide, entonces regente, y las apariciones de un ujier, que se retira tras despertar la esperanza de los diputados, varias veces, sirve para acentuar el tiempo de la espera y la prepotencia de un Iturbide que los ha citado y los olvida: cualquier semejanza con la experiencia de un ciudadano cualquiera en una antesala de nuestros tiempos es, por supuesto, deliberada.

Están las escenas del Congreso con los diputados repartidos en el patio de butacas que dan gran vivacidad a la escena (El grito de Mé-xi-co, también presente en el texto, para acallar al disidente Mier, son otro guiño a nuestra época). O las escenas del desembarco de Iturbide vestido de mujer y su posterior fusilamiento, dadas en un espacio que permite el exótico jardín de Victoria, al abrirse, son otras muestras del buen desempeño del director.

Castro se apoya en la música de Eduardo Gamboa, que contiene unas loas a Iturbide que son un arreglo de una pieza de José Antonio Gómez, cantadas por Hernán del Riego con el conjunto Ars Nova. Pero sobre todo se apoya en sus actores. Por supuesto destaca Héctor Ortega como un ladino fray Servando; Mario Iván Martínez, quien hace un Iturbide que nunca pierde la gallarda postura; Hernán del Riego en su doble papel de diputado Membrete y de Guadalupe Victoria, con un notable cambio en su trayecto, y Martín Altomaro, como Santa Anna, con toda su carga de falsa simpatía y gran ambición, son los actores de este extenso y excelente reparto, sobre los que recae el mayor peso en esta escenificación.

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