Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Martes 23 de abril de 2002
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Atenco, de campo yermo a suelo fértil

Tomó décadas transformarlo; ''es mi vida, por eso no vendemos'': Antonio Pájaro

MARIA RIVERA

Don Antonio Pájaro es un hombre sabio. A su edad, un campesino de San Salvador Atenco -municipio donde se planea construir el nuevo aeropuerto de la ciudad de México- sabe lo esencial de la vida: cómo hacer que su tierra produzca y cómo sacar adelante a su familia. Desde los ocho años su padre lo llevaba a trabajar la parcela y de allí para acá esa ha sido su fuente de vida.

"Mi familia es nativa de aquí. Nuestro apellido es Tótotl, pájaro en náhuatl. A mis 70 años nunca tuve que salir del pueblo para formar a mis hijos. Fueron 11 y a todos les di estudios, tienen manera de defenderse sin necesidad de ir a una fábrica. Con el campo los he sostenido hasta ahorita. Por eso el gobierno puede poner el precio que quiera a estos terrenos, pero nosotros no vendemos. Esta es nuestra vida, si quieren terminarnos, pues allá ellos, pero que quede claro: no vendemos."

Sentado bajo unos cedros, controla el riego de su terreno. Hace una semana sembró la milpa. A los ocho días el maíz empieza a despuntar, "como quien dice agujeando", pero a este todavía le falta. Hace un gesto que indica que todo llegará a su debido tiempo. Mientras platica abarca con la mirada todo su horizonte: su parcela, su pueblo, su historia.

"Mis abuelos, Herculano Pájaro y José Morales, fueron peones de raya de la hacienda grande -relata-. Cuando llegó la Revolución don José se hizo villista. Todavía hasta hace poco por ahí andaba la 30-30 con la que combatió. Nos platicaba mucho de don Pancho Villa, que era un hombre que no peleaba así como así, lo hacía contra el mal gobierno, y también que nunca tenía miedo. Había días que no comían ni tomaban agua, y todo para tener un cachito de tierra. Y ahora a nosotros nos lo quiere quitar un gobierno que dice esto es mío, Ƒpero de dónde, me pregunto yo? ƑQué hicieron ellos para tenerlo, cómo se lo ganaron?".

Terminó la Revolución y por los rumbos de Texcoco, al igual que en el resto del país, las esperanzas se multiplicaron. El gobierno trató de resolver el problema político. El 22 de marzo de 1920 a 225 campesinos del rumbo se les dotó de 245 hectáreas para constituir el ejido de San Salvador Atenco. Diez años más tarde se concedió una ampliación del núcleo ejidal, con mil 396 hectáreas, que beneficiaron a 557 ejidatarios más.

Esa era la buena nueva. La mala, la calidad de los terrenos: yermos, estériles, baldíos. Apenas pasado el caserío de San Salvador, comenzaba el borde salino donde una que otra hierba luchaba por salir adelante, y un poco más allá todo era dominio del pasto salado, señal aciaga de que nada más que esos filosos tallos crecerán ahí.

Con justa razón los campesinos podrían haber afirmado lo que aquellos personajes de Juan Rulfo en El Llano en llamas: "Vuelvo hacia todos lados y miro el llano. Tanta y tamaña tierra para nada".

Aridos o lo que fuera, pero suyos, pensaron, así que trataron de encontrar el modo a esos terrenos. Los removieron y les echaron una mezcla de estiércol y ceniza del fogón. Más adelante sembraron hortalizas, como el betabel, que ayudan a extraer las sales. Metro a metro las fueron recuperando. Los agrónomos calculan que con ese procedimiento se requiere un promedio de 14 años para ver resultados. En la actualidad, tras 80 años de trabajo, tres cuartas partes de esos suelos son fértiles. Algunas de las parcelas llegan a producir hasta 10 toneladas de maíz por hectárea, cuando el promedio nacional es de dos.

atenco_pajaros_6wsAl darse a conocer el decreto expropiatorio el 22 de octubre de 2001, la sorpresa fue mayúscula para esa gente. Algún funcionario desde su escritorio valoró los terrenos como si fueran de la peor calidad. Otro burócrata llegó a afirmar ante los medios de comunicación que hasta se habían visto espléndidos porque todo aquello era inhóspito. El esfuerzo de tres generaciones de campesinos quedó tasado en 7 y 25 pesos el metro cuadrado. Al despojo se sumó la humillación.

"Si nosotros hubiéramos recibido buenas parcelas a lo mejor ni nos doliera que nos las quitaran -continúa don Antonio-, pero no fue así. Mis abuelos recibieron tierra de mala calidad y la hicieron producir con mucho trabajo. Yo tengo más de 60 años en la labor. Si me la quitan me matan, es mi manera de vivir, no tengo otra. Aquí en el pueblo, a mi edad, la gente sigue trabajando, en cambio en la ciudad, Ƒqué hacen con los viejos? šNada! De mí depende mi hija, que tiene dos niñas pequeñas, y otro muchacho. Aparte yo estoy ayudando a la comunidad. ƑCómo? Vendiéndole leche, huevos, conejos, pollos, de todo."

Le duele la cabeza de tanto pensar, comenta el campesino: a veces, hasta el sueño se le quita. "šHay tantas cosas que no entiendo!" Se alisa el cabello blanco y suelta todas sus interrogantes. "Ellos creen que es mejor llenar todo esto de cemento que sembrar, pero es mentira. Para mí que se van a beneficiar unos cuantos Ƒverdad? ƑPero nosotros, qué vamos a hacer? De buenas a primeras hacen ese decreto de expropiación y se acabó. ƑPero quién dijo eso? ƑUnos cuántos? ƑPor qué quieren acabar con nosotros los campesinos?"

De vez en cuando pasan por el lugar otros ejidatarios, bromean con la confianza de los que han crecido juntos. Aquí todos nos debemos favores, reconoce don Antonio, "porque nunca falta a quien se le atore algo". Este mundo, que lucha por sobrevivir apenas a 40 kilómetros de la capital, no puede entenderse con el otro, el urbano. Hablan en lenguajes tan distintos que no hay puntos de contacto.

"No queremos dinero, no va por ahí la cosa. Esto tiene una historia, por eso no tiene precio. Es el único patrimonio que nos dejaron nuestros abuelos y la Revolución. Aquí somos libres. Si me quema el sol me arrimo a la sombra y si tengo frío me arrimo al sol, pero aquí nadie me dice qué estás haciendo. Esa libertad no la queremos perder. El día que nos toque pelear lo haremos y, Dios no lo quiera, pero antes de mí se van a ir unos cuantos. Atenco se ha rebelado por una causa, no nada más así porque sí. Estamos defendiendo lo nuestro y si el gobierno no lo entiende šque sea lo que Dios que quiera!"

Clava la mirada en los surcos. No quiere seguir pensando. Cada uno hace lo que le toca, indica, los del movimiento luchando con el machete en la mano, las autoridades ejidales, con el amparo que interpusieron, y los campesinos, sembrando.

"Una de las mejores defensas de nuestra tierra es cultivar nuestra parcela", concluye. Ni duda cabe que todos lo han entendido así, los tractoristas del rumbo no se dan abasto. Las máquinas van de un lugar a otro removiendo la tierra, mientras parvadas de garzas los siguen, esperando los insectos que surgen de los surcos. Por donde quiera que se mire Atenco está en pie de lucha.

En el Colegio de Posgraduados de Chapingo, los edafólogos (especialistas en suelos) le dan la razón a don Antonio. Los investigadores Carlos Ortiz Solorio y María del Carmen Gutiérrez explican que el lago de Texcoco es como si fuera una gran cubeta, donde quieren construir el aeropuerto es la parte más profunda, pero en los alrededores las calidades de los suelos varían.

"Cuando se hizo la repartición agraria -señala Ortiz Solorio- más de la mitad del ejido tenía condición salina. El trabajo de esta gente es lo que lo ha vuelto productivo. Llevo más de 20 años realizando investigaciones en terrenos de Atenco, conozco parcela por parcela y sé que tienen varias categorías. Existe tierra de lama, barro, arenosa, blanca, cacahuatuda y salina. Las de barro y de lama alcanzan productividades de hasta 12 toneladas de maíz por hectárea. Por eso cuando a los campesinos les dicen que sus tierras valen siete pesos el metro, pues saltan".

El investigador explica también que en los mapas de INEGI -utilizados para la evaluación oficial- se basan en el muestreo de un solo punto de la región, en cambio los estudios de Chapingo lo hacen con decenas de sitios, lo que permite obtener un conocimiento exhaustivo.

Ortiz Solorio apunta que en el Colegio de Posgraduados han desarrollado una línea de investigación que se llama etnoedafología, que está dedicada a entender el conocimiento que tienen los campesinos de sus recursos naturales. Cuando se fue retirando el agua del lago y se secó la tierra, toda se veía igualmente salina, pero no era así. (Las clases tienen que ver con los arrastres de materiales de diferente naturaleza que viene de las partes altas.) Los ejidatarios empezaron a recuperarla mediante prácticas tradicionales, utilizando grandes cantidades de estiércol, ceniza y riego. Recientes investigaciones científicas han llegado a conclusiones similares. Análisis químicos de la ceniza y del estiércol reportan grandes cantidades de potasio, elemento responsable de la sustitución de las sales.

"Si ahorita estuviéramos hablando de la salinidad de Atenco diríamos que sólo 20 por ciento de su superficie lo es, y 80 por ciento de sus terrenos son de muy buena calidad", afirma el edafólogo. Tan es así, recuerda, que durante el gobierno de Salinas, cuando se realizó la modificación constitucional que permitía a los ejidos vender sus tierras, nadie del lugar quiso hacerlo.

"Una de las cosas que otorga valor a una tierra es el trabajo humano -argumenta María del Carmen Gutiérrez-; cuando les repartieron esos suelos lo hicieron para resolver el problema político pero eran de pésima calidad, mediante décadas de esfuerzo estas personas las hicieron fértiles, por eso se entiende su enojo."

Para dar una idea del monto de esos terrenos, Carlos Ortiz pone como punto de referencia al vecino ejido de Boyeros. En los últimos tiempos ejidatarios de ese lugar estuvieron vendiendo el metro cuadrado en 300 pesos sin servicios y en 600 con ellos. "El verdadero importe de las tierras de Atenco, en el supuesto de que los campesinos la quisieran vender, está entre los tres y los seis millones de pesos por hectárea." Nada que ver con los 75 mil o 250 mil de la propuesta oficial. Eso, si las tierras tuvieran precio, porque como diría don Antonio: "ƑCuánto cuestan los sueños, a ver?"

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