Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 15 de abril de 2002
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Cultura

Vilma Fuentes

En París con María Bonita

A escasos 200 metros de casa, un gran cartel de María Félix, fotografiada en el esplendor de su belleza, cuelga de los muros de un restaurante. El dueño no es cinéfilo ni mexicano. Es un francoargelino. De México sólo conoce el nombre de la actriz y las imágenes de algunas de sus películas. Sin embargo, sueña con México. O más bien, con un México mítico encarnado por María Félix.

Como el hombre es más bien misógino, de ese machismo que prefiere los velos negros de un bulto a los velos transparentes y a los escotes de una forma femenina, no dejaron de asombrarme sus palabras cuando dijo, señalando el amplio escote de La Doña, que no podía cubrirse de velos a una mujer como ella. Comprendí su frase, de manera más general que equívoca, y pensé: tal es el poder de la belleza, no se puede ocultarla con ningún velo. Pero el digno hombre consideraba un deber masculino y un derecho cuasidivino envolver como un bulto a cualquier mujer por bella que fuese o, más bien, sobre todo si era bella. Excepto María. La única que, en su opinión, podía posar semidesnuda sin merecer los sellos de la infamia y el deshonor. Otras actrices, sin el pudor de los velos, no podían inspirarle pensamientos honrosos. Su culto por La Doña lo predisponía a la más ciega obediencia, despojándolo de sus derechos y obligaciones de macho. Una idea venida de su infancia cuando vio por primera vez a María en una pantalla de cine, descompuesta en las imágenes codificadas por los distintos papeles de la actriz, transgredía los moldes en que fue educado y minaba los fundamentos de su masculinidad.

María no se consideró feminista. No le interesaba imitar ni parecerse a los hombres, declaró en una entrevista a La Jornada en 1996. Envuelta en los sueños que hizo soñar, a través de los papeles interpretados en sus películas, pero sin ser un sueño ella misma, aparecía como una mujer dominadora, fuerte, libre... Acaso porque la imagen de la libertad femenina, ante las formas del machismo en la época que le tocó vivir, no podía adoptar sino la representación de la macha, la pistolera, la diabla, La Bandida, la mujer que se impone porque no se deja. Pero la macha es una aberración ilusoria e insensata que responde a la aberración que se vuelve la igualdad en un universo machista donde todo se castra, a comenzar por la imaginación.

Acaso María hubiese podido escapar a las representaciones que le imponía su época pero no a su mito. Mujer bella, pero no sólo bella. Poderosa sin necesidad de mandar a los otros. Sueño para los demás, realidad para ella misma: la libertad. El único sentimiento, la única forma, del verdadero poder, tan contrario a la impotencia del esclavo y del amo. Una libertad que se expresaba en cada uno de sus actos y sus palabras con la ligereza del humor.

La última vez que la vi fue durante la exposición de pintura de Antoine Tzapoff en París. La modelo de los cuadros era, desde luego, María. El gentío desbordaba las puertas del hermoso edificio parisiense. La Doña se hacía esperar. El entonces embajador de México, Jorge Carpizo, apenas ocultaba su impaciencia. La actriz apareció al fin seguida por Tzapoff. Jacques y yo decidimos escapar a la muchedumbre y despedirnos a la inglesa. Al tratar de llegar a las puertas tropezamos con Carpizo. Siempre cortés, nos presentó, a Jacques Bellefroid y a mí, una vez más con María. Como habíamos cenado juntos 15 días antes, Carpizo se corrigió dirigiéndose a los cuatro: "Perdón, ya se conocen, no tengo qué presentarlos". Jacques, con una pirueta: "No, no. ƑCómo podría imaginarme que existo en los recuerdos de María ?" La Doña entonces, sobrepujando en galantería: "ƑCómo olvidar su porte, su voz, su... ?" Y María continuó la enumeración de atributos que dejo a la imaginación del lector por modestia ajena. Jacques, no sin humor, no halló de pronto más que la respuesta del torero a Ava Gardner en Pandora: "No puedo sino proponerle matrimonio".

Y La Doña, más doña que nunca, sobrepujando aún más, decidida a ganar, tomó un aire de quinceañera: "šOh!, hacía tiempo que nadie me proponía matrimonio. šQué emoción!"

La perspectiva del pecado de doble bigamia le daba risa. Como la idea que los otros se hacían de su edad. Su estilo para afrontar la vida sin temor, y la risa es una manera, era su verdadera elegancia. Su juventud, también. Allí, donde ahora está, sin duda dice a su nuevo público: "Decidí festejar mi cumpleaños en la eternidad. No me digan que no tuvo éxito mi salida de escena".

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