Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 1 de abril de 2002
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Arruza y Boetticher

Lumbrera Chico

Aparte de buen abogado, aficionado práctico temerario, rabioso crítico taurino y dibujante de lápiz temperamental y nostálgico, Lumbrera, mi padre, fue uno de los pocos amigos de ese manojo de nervios llamado Carlos Arruza. No era, como suele decirse, una relación "desde siempre", porque en realidad floreció en los años finales de la carrera del Ciclón como torero de a pie y durante el epílogo de la misma, cuando se convirtió en el más grande rejoneador mexicano de todos los tiempos.

A mi padre, así como al injustamente olvidado cineasta Budd Boetticher, les tocó, por vías paralelas que a veces se cruzaban, compartir con Arruza los amargos y desconcertantes momentos posteriores a su primera despedida de los ruedos. El rival de Manolete en Iberia tenía 40 años y física y espiritualmente estaba entero, aunque sufría en silencio por la amistad clandestina de su esposa con Manuel Capetillo.

Rico, dueño de una casa en Río Mixcoac (a la que fui de niño muchas veces) y de la ganadería brava de Pastejé en el estado de México, Arruza decidió volver a los toros, esta vez como jinete, y su preocupación central, según las confidencias que me hacía mi padre, era fortalecer las piernas para amarrarse al lomo del cuaco.

Boxeador fracasado, jugador de futbol americano alejado de las canchas por las rudas lesiones, Budd Boetticher había venido a México a finales de los 40 y había intentado transformarse en novillero. Nunca lo consiguió, pero a su talento natural para narrar historias con imágenes, añadió algo que nunca tuvo Hemmingway: un conocimiento profundo de la lidia de los toros bravos.

Contagiado de esa pasión incurable, Budd hizo para Hollywood tres cintas ambientadas en el mundo mexicano de la tauromaquia, la última de las cuales, y sin duda la cumbre de la escasa cinematografía made in América en este género, fue Arruza, que cuenta con sobrada maestría precisamente la metamorfosis del Ciclón en torero a caballo, y culmina con su apoteótica e inolvidable segunda despedida en el ruedo de la plaza México (hoy Muerta).

Por hablar de Boetticher y de Arruza en este espacio la semana pasada, un fanático del cine, periodista, humanista y por lo tanto aficionado a los toros, me envió por correo electrónico un extenso artículo de su autoría, publicado no hace mucho en la revista Crisol, que también dirige, allá en Aguascalientes. Gracias a la invaluable contribución de Gustavo Arturo de Alba, la semana próxima aprovecharemos este espacio para citarlo in extenso y compartir con ustedes los avatares de la vida y de la obra de Boetticher.

Sólo agregaré, a guisa de adelanto, que al morir en la carretera México-Toluca un viernes 20 de mayo de 1966, Arruza iba en una camioneta, me parece que Peugeot, pero sin duda amarilla, que acababa de venderle mi padre. Un mes antes del accidente, el Ciclón le había dicho, pesaroso, a Lumbrera, que había perdido todas las imágenes religiosas que ponía en el altarcito de los cuartos de hotel donde se vestía de luces, y que en ausencia de aquellos amuletos vivía desamparado, pues bien describió Renato Leduc el inevitable paralelo entre católicos y taurinos.

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